domingo, 12 de febrero de 2017

El espejo del mar, de Joseph Conrad

La mayoría de quienes hemos nacido o vivimos tierra adentro, tenemos del mar una visión que va desde festiva, de domingos de sombrilla y playa, a terrible, de película de piratas con islas del tesoro azotadas por desgarradoras tormentas; quizás sea el recuerdo de una mar picada volviendo de Tabarca, lo que más nos aproxime al hundimiento del Titanic. Con estos pobres antecedentes, sumergirse en un libro como El espejo del mar, solo nos puede conducir a un rápido aburrimiento, o por el contrario a la apertura de un nuevo mundo al que adentrarse con la avidez de un adolescente. De ésta segunda manera he disfrutado la versión más literaria del mar y de lo marino con la que hasta el momento me he topado.

El texto es un relato sosegado, y así ha de ser su lectura, de distintos aspectos del mundo marino: la función de las anclas, los vientos predominantes, las dársenas donde las embarcaciones se refugian, las noticias sobre los naufragios, etc., de ésta manera Conrad va hilvanando todo un universo literario repleto de detalles, con un vocabulario apabullante que nos atrapa definitivamente, sabiendo que el disfrute está en cada línea, en cada capítulo, pues no hemos de esperar un desenlace cual se si tratase de una novela, y que sin ser un ensayo, que no lo es, nos da tal volumen de información sobre cada tema, que no podemos desaprovechar la oportunidad de aprendizaje que pone en nuestras manos.

Con El espejo del mar uno llega a amar a los antiguos veleros en la medida en que llegamos a “comprenderlos”, llega a sufrir con el encadenamiento que éstas almas libres soportan en las sucias dársenas del Támesis, padeces por un carguero al que el diario de la mañana ha incluido en la lista de “retrasados, … y lo haces porque Conrad personifica todo aquello de cuanto habla, porque “Tratar con los hombres es un arte tan bello como tratar con los barcos”, porque cuando Conrad habla lo hace “el hombre de los mástiles y de las velas, para quien el mar no es un elemento navegable, sino un compañero íntimo”, por el que sutilmente profesa “un amor raro: el amor por los hombres, por las cosas, por las ideas, el amor por la más consumada pericia. Porque el amor es el mayor enemigo de la prisa…” Ahí está a mi entender el valor del texto, en la indagación en lo humano a través de lo que para muchos no son sino meros aparejos, simples lonas que se baten al viento, o vulgares balandros azotados hasta la extenuación por los vientos del Oeste: extraer de la más vulgar materia reflejos del alma que el alma esconde.

Conrad usa de sus propias experiencias para escribir El espejo del mar, es evidente, pero publicado en 1906, y a la vista de lo terrible que acabaría siendo el siglo que entonces principiaba, no me resisto a ponderar la sabiduría y la capacidad predictiva que encierra, en un cita con la que acabo el comentario, sacada precisamente del capítulo donde habla de nuestro Mediterráneo: “Por supuesto, puede argüirse que las batallas han configurado el destino de la humanidad. La cuestión de si lo han configurado bien o no quedaría, no obstante, abierta. Pero apenas si valdría la pena discutirla. Es sumamente probable que, de no haberse librado nunca la batalla de Salamina, la faz del mundo hubiera sido muy parecida a como la vemos hoy, moldeada por la mediocre inspiración y los miopes esfuerzos de los hombres. En virtud de una larga y desdichada experiencia de sufrimiento, injusticia, ignominia y agresión, las naciones de la tierra se rigen eminentemente por el miedo: miedo de un tipo que un poco de oratoria barata convierte fácilmente en furia, odio y violencia. El inocente, cándido miedo ha sido la causa de muchas guerras…. Estamos atados al carro del progreso. No hay vuelta atrás; y desafortunadamente nuestra civilización, que tanto ha hecho para comodidad y adorno de nuestros cuerpos y para elevación de nuestras almas, ha convertido el homicidio legal en algo terrible e innecesariamente caro”.