Resulta impresionante observar como en un par de centurias,
Grecia alumbró gran parte de las ideas que marcarán el pensamiento occidental
durante más de dos mil quinientos años…, y que dure. Con la aparición en el
siglo V a.C., de los sofistas todo cambia, ya no se trata de loar legendarios
hechos heroicos o mitológicos, sino que el hombre empieza a contemplar el mundo
según su propia medida, el anterior modelo aristocrático pierde fuelle ante las
posibilidades que la educación ofrece como herramienta para formar hombres con
inteligencia capaces de gobernar las nuevas polis;
la virtud no se hereda, se enseña. La que podemos considerar primera versión de
la Ilustración se pone en marcha, y será a partir de esa confianza en las
capacidades de cada una de las personas individualmente considerada, cuando la observación,
la duda y la crítica vayan cimentando lo que en el futuro conoceremos como ciencia.
Poco a poco irá quedando claro que los privilegios no se
tienen, o no se deberían tener, en función del lugar de nacimiento, ni por
pertenecer a tal clase social o ser miembro de una determinada religión o raza,
sino por los logros que a partir de la educación cada cual vaya alcanzando. Este
proceso ha tenido y sigue padeciendo el bloqueo de importantes fuerzas refractarias,
celosas de sus fueros y privilegios, pero el camino de la sabiduría nos irá alejando,
lenta pero inquebrantablemente, del sentido ególatra de pertenencia ligado a la
tierra o de los viejos dogmas heredados cuando no son más que injusta defensa de
privilegios. Tardará en llegar, pero la semilla de la incompatibilidad entre el
nacionalismo, el integrismo o el clasismo excluyente con respecto a la
democracia, están ya sembradas.
Pero la idea de educación para la democracia, es decir, educación
como instrumento para vivir en libertad en una sociedad en la que todos
participemos a partir de nuestras creencias razonadamente adquiridas, no es
unívoca ni está libre de riesgos; no lo es ahora ni lo fue en sus principios.
Los sofistas por un lado y Sócrates y sus discípulos por otro, todos
partidarios del Estado democrático, divergían entre la conveniencia de educar a
todo el pueblo en general (a lo que entonces se consideraba ciudadanos libres,
que por supuesto no eran todos), o a un grupo reducido de buenos gobernantes que
posteriormente irradiasen esa inteligencia
a los demás. Se enfrentaban además sobre cuál era el fin que se perseguía, si
la verdad y la justicia por encima de cualquier otra consideración, o si por el
contrario lo importante era educar en el arte de la palabra –oratoria-, en la
técnica del convencimiento, en el uso de la demagogia como arma política con la
que atraer la opinión favorable de la Asamblea. Tan popular se hizo en Atenas
esta discusión que incluso Aristófanes la recoge en una de sus ácidas comedias:
“¡Por Júpiter! Con mi destreza yo puedo
ensanchar o estrechar el pueblo a mi gusto”, dice por boca de un demagogo
metido a político.
Han pasado los siglos y uno tiene la duda de si hemos
reparado convenientemente en el autentico valor de la democracia ejercida a
través del voto y en la importancia de que éste sea fruto de una profunda
meditación, solo posible cuando uno cuenta con los elementos de racionamiento necesarios
obtenidos a través del proceso educativo. Nadie en su sano juicio puede dudar
hoy de la importancia de ese proceso, pero tampoco del riesgo de que la
educación sea controlada, limitada o teledirigida por instancias ajenas, de ahí
que los políticos, ni los de ahora ni los de antes, quieran dejar de vigilarla,
porque saben que controlando a su gusto la formación intelectual del individuo,
están controlando el Estado sobre el que esos individuos, quizás ya no tan libremente,
decidirán en su momento; ¿por qué sino las dificultades que unos y otros ponen por
ejemplo en España, para que de una vez por todas tengamos un pacto por la educación
consensuado?
Porque al final parece ser que para algunos lo que importa
es el sentido del voto cada vez que toque, ¿no seguimos dejándonos convencer en
la mayoría de los casos más por quien habla y cuáles son sus credenciales –siglas-,
que por aquello de lo que se habla? Hoy la Asamblea clásica, en cuanto al voto
único e inapelable, la hemos cambiado por referéndums más llenos de pasiones
que de reflexión, porque el método de los demagogos sigue siendo el mismo:
agradar el oído de los votantes con aquello que quieren oír aunque no sean más
que mentiras, y esperar a que en la siguiente ocasión se hayan olvidado del engaño,
o peor aún, que consideren ese engaño como una parte normal del sistema y ya
nadie se escandalice de las mentiras, todo antes que buscar la verdad y la justicia. Alaba
Aristófanes el poder del pueblo –Demos-, pero al tiempo le advierte que “eres
inconstante y te agrada ser adulado y engañado. En cuanto habla un orador te
quedas con la boca abierta y pierdes hasta el sentido común”. El mismo Sócrates
pagó con su vida el uso torticero que sus adversarios hicieron del uso del voto.
A día de hoy la educación, como cúmulo de conocimientos críticos adquiridos por
la persona a través de un procedimiento racional, sigue queriéndose abrir paso.