domingo, 15 de noviembre de 2020

Línea de fuego, de Arturo Pérez-Reverte

-       Es lo malo de estas guerras –va diciendo Olmos, a su espalda-. Que oyes al enemigo llamar a su madre en el mismo idioma que tu, y como que así, ¿no?...Se te enfrían las ganas.

 

 

 

La frase, pronunciada por el miliciano Olmos a sus compañeros dinamiteros en los primeros compases de la ofensiva republicana del Ebro, encierra a mi entender bastante bien el sentido que Reverte ha querido dar a su libro: cuando ante el peligro inminente de la muerte oyes a tu enemigo aclamarse a su madre en tu misma lengua, hay algo que te hermana a él, pese a la situación desgarradoramente trágica a que te enfrentas, o lo matas o te mata, no cabe término medio. Eso al final es una guerra civil.

 

Arturo Pérez-Reverte se sumerge al fin con Línea de fuego en el tema que, pese al tiempo transcurrido, aparece aún como recurrente ante los españoles, la guerra que hace más de ochenta años destrozó este país. Utiliza para ello solo una secuencia de diez días, los primeros de la que sería la última y quizás, la más cruenta de las batallas que se produjeron a lo largo de la contienda, la batalla del Ebro, el último cartucho con que el bando republicano se jugó la partida haciendo uso incluso de adolescentes que nunca antes había tenido un fusil en sus manos, y la perdió. 

 

La manera en que está escrita la novela ya de por si encierra el fondo que el autor quiere exponer; así, no hay un protagonista principal y otros secundarios que lo acompañan, porque eso solo serviría para ponderar aspectos incompletos de lo que estaba pasando; bien al contrario son varios los personajes que llevan la voz cantante de la trama, pertenecientes además a los dos bandos en disputa, y que desarrollan pequeñas historias que a lo largo de casi setecientas páginas se entrecruzan o no, porque la cosa va de eso, va de mostrar la estrecha relación que al final hay entre el miedo, el heroísmo, los ideales, las dudas, el odio o la violencia que se daban en un terreno destrozado tanto por los rojos como por los fascistas, por utilizar la terminología del autor, y además con el acierto de tomar en unos y otros historias reales que hacen más verosímil si cabe el relato. 

 

El texto además está escrito a base de relatos cortos de acción rápida, como ráfagas disparadas desde cualquier trinchera, acercando al lector la imagen de los hechos que describe. De esta manera la muerte no es un mero acontecimiento que se cita sin más, sino una desgarradora caída a los infiernos que capítulo a capítulo nos va cercando: “El cabo Les Forques es un autómata ensangrentado hasta los codos, doloridos los brazos de moverlos en vaivén con el fusil y la bayoneta, cuando sale de la trinchera y corre otra vez entre los compañeros que ahora aúllan como lobos carniceros, llegan a la tapia destrozada del cementerio y se dispersan entre las tumbas, las cruces mutiladas y caídas, las lápidas rotas por las que asoman féretros astillados y cadáveres viejos que se mezclan con los nuevos; y a cada paso disparan, acuchillan, atacan a culatazos a los hombres que salen de las fosas como espectros y se enfrenta a ellos disparando a quemarropa y peleando a machete,…” Sin duda se nota en la forma de expresar los detalles al experiencia de Pérez-Reverte como corresponsal de guerra, viniendo de otro podría parecer una mera caricatura, en él es un relato verosímil que se completa además con un estricto trabajo de documentación al que ya nos tiene acostumbrados, tanto cuando habla de las armas, la vestimenta militar o civil o la topografía del terreno, o la nacionalidad de los brigadistas internacionales, por poner unos ejemplos. 

 

Si uno ha leído entrevistas con el autor o artículos de los que habitualmente escribe en algún semanario, no podemos acabar la novela sin tener la sensación de su coherencia con el ideario que se le supone (evito adrede la palabra ideología). La Guerra Civil Española fue una tragedia en la que, independientemente de quien tuviese la razón política, que esa es otra discusión, fue un derroche de pasiones heroicas unas, criminales otras, que está bien que se sepan, se relaten y se guarden en los libros, pero que nunca deberían servir para abrir de nuevo viejas trincheras lamentablemente empapadas con la sangre de hermanos. Me vale como ejemplo la última biografía real del epílogo, la del falangista Saturiano Bescós que la casualidad llevó a luchar con los nacionales como también hubiese podido ser al contrario; licenciado el 2 de abril de 1939 con 468 pesetas,  la paga de dos meses, una cajetilla de Ideales, dos latas de sardinas y un chusco de pan para el viaje, pasó el resto de su vida sin ningún privilegio especial por su sufrimiento, con sus cabras y sus perros, y hasta que murió en 1998 “jamás dijo una palabra sobre la Guerra Civil”, posiblemente añado, porque nada más allá del nunca jamás quedara por reivindicar. 

 

Solo el tiempo dirá si Línea de fuego llega a convertirse en uno de los referentes novelados de nuestra Guerra Civil a la altura de La forja de un rebelde, de Arturo Barea; A Sangre y fuego, de Chaves Nogales o Madrid de Corte a checa, de Agustín de Foxá, pero creo que tiene todas las papeletas. 

martes, 8 de septiembre de 2020

El mal de Corcira, de Lorenzo Silva

     Reconozco que en las novelas siento cierta predilección por los personajes canallescos, aquellos de buen fondo humano pero de formas dudosas y adscripciones heterodoxas, no puedo negarlo, por eso cuando empecé el libro de Lorenzo Silva -es la primera vez que leo al autor-, el perfil del subteniente Bevilacqua, el guardia civil protagonista, me pareció demasiado plano, el de una persona típicamente buena que sugiere poco interés. Sin conocer a Silva más que por fotografías, uno diría que en ello hay algo de autobiográfico. Me satisface decir que no siempre las primeras impresiones son las buenas porque también los personajes llenos de dudas tienen su punto.

 

     Corcira, es el nombre antiguo de la actual isla de Corfú, y en ella se produjo una de las batallas entre Atenas y Esparta que Tucídides relata en su Historia de la Guerra del Peloponeso. Mencionada de pasada al principio, el hecho no toma sentido hasta el final del libro y es la clave definitiva que lo enriquece. La historia va de la investigación que la Guardia Civil hace de un homicidio ocurrido en Formentera, otra isla, de un antiguo militante de ETA, lo que vale a Silva para poner en primer plano dos momentos distintos de la vida del agente: el actual con la búsqueda del autor de un asesinato aparentemente por despecho entre homosexuales, y el que le tocó vivir en la década de los noventa, en plena lucha contra la banda terrorista. 

 

     Quizás fuese innecesaria una separación tan evidente, capítulo si, capítulo no, entre los dos momentos narrativos, pero también es verdad que con ello se facilita la lectura y en cualquier caso nos acerca, más allá del típico argumento de novela negra, a una realidad que fue dura para todos y sobre la que queda mucho por escribir y por pensar; cualquier aportación a ese propósito, y ésta es de las buenas, es de agradecer. El lenguaje literario, distinto al de las imágenes de atentados terroristas servidas por las televisiones y las meras crónicas periodísticas que las acompañaban, es el idóneo para sumergirnos en la intrahistoria del conflicto, en el padecimiento, las dudas, los odios, el miedo, que al final es siempre una cuestión personal de quienes los padecen, pero a partir de las cuales se ayuda a comprender mejor la tragedia que rodeó aquellos acontecimientos. 

 

     Digo que la referencia a Corcira aparece en la últimas páginas del libro, y también el paso de la historia particular a la cualidad general, en forma de razonamiento muy bien traído y que, no por sabido deja de agradecerse: “Cuenta que quienes actuaban de forma temeraria y atolondrada pasaron a ser ensalzados por ser más leales al partido que el resto. En cambio, quien se mostró prudente pasó a ser considerado cobarde, quien pedía moderación se vio acusado de ser poco hombre, y a quien apostó por la inteligencia le achacaron incapacidad para la acción. El que de dejaba llevar por la ira era el que se creía digno de confianza, y el que no, sospechoso. A quien se adelantaba a intrigar, a hacer el mal, o empujar a otro a hacerlo, era al que se respetaba, por astuto”. No me negarán que no es una excelente alabanza a la sensatez, y que a vez demuestra lo poco que hemos aprendido en muchos aspectos: siempre las mismas historias, siempre los mismos errores. 

 

     Me perdonarán el uso de citas largas, pero no me resisto a evitar otra que, con la anterior, me parece lo mejor del libro, no en cuanto a la estricta técnica literaria se refiere, pero sí por su razón de ser, porque el final de cada novela se espera un mensaje, un por qué, un motivo que la justifique. Le dice el Juez encargado del caso a nuestro protagonista, en una referencia a los crímenes de la guerra civil: “Mis muertos eran de los de derechas, pero convivía con gente que tenía muertos de los otros. Lo sabíamos: quién le había matado a quién a cada cual. Los verdugos y las víctimas, nuestros y suyos. Y seguimos relacionándonos, tan naturalmente como pudimos. Hasta yo diría que conseguimos perdonarnos unos a otros. ¿Y sabe usted por qué?  - Por qué.  – Porque nadie se empeñó en negar las barbaridades de los suyos. No por bondad o generosidad, sino porque era imposible. Para perdonar, antes hay que perdonarse, y para eso hay que aceptar el mal que tiene que ver con uno. Limitarse a olvidarlo no sirve de nada”. 

 

     Si me permiten el atrevimiento les sugiero que lean la novela, creo que no les defraudará.  

 

domingo, 17 de mayo de 2020

¿Existen los extraterrestres?

Creo que deben ser pocos los humanos que, delante de una copa de vino y entre buenos amigos, no hayan fabulado alguna vez sobre la existencia de extraterrestres en el universo; otros lo han hecho de una forma más científica, o incluso metafísica, pero como yo estoy en el primer grupo prefiero comenzar este artículo con la experiencia propia. La verdad es que la cuestión tiene su interés y la pregunta, como todas las buenas preguntas, es de difícil o imposible respuesta…., de momento. 

Stephen Hawking, cuando en su libro póstumo responde brevemente a esas grandes preguntas que todos nos hacemos, trae a colación el Principio Antrópico, según el cual si el universo no hubiera sido adecuado para la vida nosotros no estaríamos aquí, pero una cosa es la evidencia de los hechos y otra distinta saber como tras el Big Bang, los cuatro elementos fundamentales, reaccionados por una gran cantidad de energía, derivaron en las moléculas de ADN. Fue así, pero no sabemos como llegó a ser así: ¿se produjo una especie de generación espontánea?, es posible; ¿puede haber ocurrido lo mismo en otros planetas del universo?, por un mero cálculo de probabilidades resulta verosímil pero, ¿también la vida allí ha podido llegar al punto evolutivo de derivar en seres inteligentes?, ¿la aparición de esos seres inteligentes era inevitable una vez existe la vida, o solo una de sus posibilidades?, ¿hipotéticas civilizaciones ultraterrestres pueden haber colapsado a causa por ejemplo de un agotamiento de los recursos, y de ahí que no hayan llegado hasta nosotros? Doy por hecho que los humanos somos inteligentes, aunque no me negarán que en ocasiones nos faltan evidencias.    

La paleontología nos dice que el proceso de la vida es una sucesión de hechos azarosos que se presentan de manera repetitiva, y ello empujado con el motor darwiniano de la selección natural. Viene muy a cuenta tener al azar siempre presente, porque la evolución no es una mera cuestión biológica, que también, por la que seres unicelulares hayan derivado después de miles de años en un chaqueteado bróker de Wall Street, también son acontecimientos externos sin cuya existencia el camino hasta llegar a nosotros quizás no se hubiera producido, y esto no tiene porqué haberse dado en otros lugares del universo relativamente cercanos a nosotros…, o si. Veamos. 

En su libro Vida, la gran historia, Juan Luis Arzuaga cita un artículo del paleontólogo George Gaylord Simpson en el que opina que “no es nada probable que hayan aparecido seres semejantes a nosotros en otros planetas, ya que para ello se tendrían que haber producido, una detrás de otra, las mismas circunstancias ambientales que a lo largo de cuatro mil millones de años se han sucedido en la Tierra para que al final surgiera el Homo sapiens”.  Su colega Conway Morris tiene una opinión muy distinta: “si nosotros no hubiéramos emergido, podemos estar seguros de que una especie vivípara, de sangre caliente, que emite vocalizaciones e inteligente lo habría hecho”, en la Tierra o en cualquier otro planeta. ¿Cuales son las circunstancias ambientales, distintas a las biológicas, a las que se refiere Simpson y que confieren al azar ese papel crucial? Veamos alguna de ellas.

Hay una teoría bastante aceptada que habla de un meteorito que colisionó con Marte, con mejores condiciones para albergar vida que nuestro planeta, hace unos cuatro mil millones de años, y que algunos restos pudieron llegar a la Tierra transportando las primeras bacterias; es posible pero, ¿y como surgió la vida en Marte? Dos mil años después otras bacterias más evolucionadas empiezan a producir oxigeno como subproducto, que a su vez, y tras oxidar todas las rocas oxidables, comienza a liberarse en el aire propiciando la existencia de plantas, hongos y pequeños animales, entendidos como seres con tejidos, órganos y sistemas; sería sin embargo más tarde, tras dos fuertes glaciaciones en que el planeta se convirtió en una auténtica bola de hielo, cuando con la erosión provocada por el deshielo, los océanos se alimentan de los nutrientes necesarios para que las algas, por el efecto de la fotosíntesis, produzcan, ahora sí, suficiente oxígeno para que aparezcan vertebrados acuáticos, que a su vez, tras intensas sequías, accedan a tierra en busca de su supervivencia, transformando sus aletas lobuladas en extremidades. Por si faltaba algo, la suerte hizo que hace unos sesenta y cinco mil millones de años un meteorito cayese sobre la Tierra, acabando con los dinosaurios, que tras innumerables avatares se habían desarrollado, lo que permitió la primacía definitiva de los mamíferos, grupo hasta entonces minoritario, y de ahí, tras unos cuantos miles de años más llenos de casualidades y circunstancias azarosas, que unos homínidos fuesen desarrollándose hasta acabar siendo “sapiens”. ¡No me digan que no han tenido que pasar cosas raras para llegar hasta donde hemos llegado! Si la vida inteligente ha necesitado atravesar todo ese intrincado laberinto en el que, por cierto, la mayoría de las especies se han perdido, no parecen faltarle argumentos a Simpson sobre la improbabilidad que la misma secuencia de accidentes ambientales se hayan producido en otros planetas, más allá del porcentaje que las probabilidades ofrezcan, como ya hemos dicho. 

Volviendo a las opiniones de Hawking, es muy probable la existencia de vida simple en muchas partes de la galaxia, pero menos probable es que exista vida inteligente, porque la inteligencia no es el resultado inevitable de la evolución, sino tan solo una de sus posibilidades. Bien, y si la hay añade Morris, que no tiene dudas al respecto, los extraterrestres deberán ser muy parecidos a nosotros, tomando pues como modelo nuestro propio camino evolutivo, ¿se trata de un modelo unívoco o la opinión es demasiado pretenciosa? Sea como sea Hawking, siempre atinado y suspicaz, nos advierte que si en algún momento un ovni nos llega a traer vida extraterrestre a nuestro planeta más vale que estemos preparados, porque probablemente se tratará de una visita desagradable. Aviso a navegantes.  

Releo el artículo y me confirmo en la falta de respuesta a la pregunta con que hemos comenzado. A estas alturas la única evidencia que me queda es que el mejor vino no depende de su etiqueta, sino de que se comparta con los mejores amigos. En la próxima botella, que los extraterrestres les acompañen. 

martes, 31 de marzo de 2020

IMPERIOFOBIA y leyenda negra, de Elvira Roca Barea

        Hay que admitir que esto de las controversias entre intelectuales son como un caramelo en dulce para quien le guste dedicar su tiempo a hojear libros, por eso reconozco que he disfrutado con la lectura y casi relectura de Imperiofobia y leyenda negra, de la profesora Elvira Roca Barea. La disputa la ha capitaneado principalmente un José Luis Villacañas al menos tan maniqueo y, me parece a mí, egocéntrico, como aquello que quiere denunciar, pero también la proveniente del diario El País e incluso de mi seguido Pérez Reverte, a quien Barea dedica alguna referencia en su libro cuando menos, como no, provocadora. 

          Imperiofobia no es realmente un libro de historia, al menos no es uno de esos manuales a los que estamos acostumbrados, y no lo es por la manera en que está redactado, provocativa y rompedora, pero es un libro que contiene mucha historia. Empieza con una descripción del término Imperio, y haciendo una distinción que se nos antoja esclarecedora cuando lo contrapone con el de imperialismo; a partir de ahí es como se empieza a comprender mejor la línea argumental de la obra. Trata el concepto Imperio, y enumera de manera clara y convincente las características comunes de todos ellos, con lo que llegamos a la primera sorpresa para quienes hasta el momento no habíamos caído en la cuenta, como es mi caso: hay aspectos comunes con independencia de la época en que se desarrollaron, y para demostrarlo repasa los cuatro grandes imperios de nuestra órbita, los casos de Roma, Rusia, Estados Unidos y finalmente España, para pasar sin solución de continuidad a la leyenda negra que inexorablemente se ha creado en torno a todos ellos, y también a la asombrosa naturalidad con que esos imperios la han asumido, demasiado ocupados en sus propios asuntos como para rebatir unas críticas que finalmente han creado escuela. “Los pueblos imperiales generan una leyenda negra, no por lo que hacen, sino por lo que son…”, dice Barea, una máxima que habrá que tener en cuenta durante la lectura de toda la obra.

          Como es de esperar el libro hace especial hincapié en el Imperio español, y en cierta forma asimila los términos de hispanofobia y leyenda negra, desarrollando un extenso repertorio de manifestaciones de la misma, desde su nacimiento en la Italia Humanista del siglo XIV, pasando por la Alemania de Lutero, Inglaterra y su permanente controversia contra Felipe II, los Países Bajos con su aportación de una sistemática máquina de propaganda, hasta llegar a América, deteniéndose especialmente, no podía ser menos, en el fenómeno de la Inquisición, sobre la que ya hay mucho publicado pero también sobre la que los estereotipos han arraigado con mayor fortuna.

          La última parte del libro, no me atrevo a decir si más o menos interesante que el resto porque todas lo son, comienza con la Ilustración, y no solo la foránea, francesa especialmente, sino con alguna de las consecuencias que la propia tuvo, como el cambio de sentido que Carlos III le daría al Imperio, al convertirlo en un sistema colonial en virtud de las nuevas modas, así como a los perjuicios que ocasionó la expulsión de los jesuitas de América. El siglo XIX con el lento nacimiento del liberalismo, y el nacionalismo y su evolución hasta el racismo científico, nos llevarán a la época contemporánea que la autora cierra primero con una reflexión sobre la perduración actual de la leyenda negra: la “razón de su longevidad es que la leyenda negra mienta una serie de prejuicios que gozan de gran predicamento intelectual, de tal manera que quien se atreve a oponerse a sus tópicos consagrados se arriesga a ser descalificado ideológicamente primero y luego intelectualmente”, y con un epílogo en forma de alegato: “la culpa mayor la tenemos nosotros, porque no fuimos capaces de defender nuestros intereses…. Por eso, para ayudar a poner en claro no el pasado, sino el futuro, se ha escrito este libro”.

         Se entenderá ahora porque he dicho al principio que no estamos en realidad ante un libro de historia, estamos más bien ante una arenga apasionada en la que la autora lanza una y otra vez proclamas que pretenden abrir en canal los conocimientos que tenemos de nuestros anales. Es posible, no lo dudo, que algunos pasajes puedan parecer exagerados, como así también la línea argumental de que casi la historia toda de Europa esté transida por la hispanofobia, sinceramente, no creo que sea así, pero lo cierto es que la manera en que, al menos en mi caso, leeré a partir de este momento esos mismos textos, tendrán un punto crítico que posiblemente ayude a comprender mejor lo avatares de los que los españoles hemos sido protagonistas.


sábado, 4 de enero de 2020

Censura

Si preguntásemos a cualquiera de la personas con las que nos cruzamos por la calle si está de acuerdo con que se pueda dar libremente la opinión sobre cualquier asunto, de forma unánime (bueno, siempre hay algún excéntrico) diría que sí, que todos debemos ser libres para expresarnos en los términos que a cada cual le venga en gana, sin que ninguna entidad, organismo, poder o persona pueda coartar esa libertad, cuyo límite en su caso, solo la Justicia podría fijar. 

Esto, que ahora nos parece tan obvio, es en realidad una novedad del mundo moderno, un logro social relativamente reciente proveniente, como tantas otras cosas buenas que nos han pasado, del liberalismo, sobre el que poco a poco, con esfuerzo pero de manera continua se fueron asentando las democracias. Que aceptemos la libertad de expresión no quiere decir, evidentemente, que compartamos aquello que se dice, y ahí precisamente está el valor del hecho, porque de lo contrario ¿quién necesitaría ejercer la libertad como un derecho, individual en último extremo, si sobre lo que uno dice existiese la completa unanimidad de todos aquellos que le rodean?

La cuestión tiene su importancia porque, aunque a veces no caigamos en la cuenta, creo que de forma más habitual de lo aceptable esa libertad de decir lo que a cada cual le plazca, tan básica para el correcto funcionamiento de nuestro sistema general de libertades, está coartada, y no por un organismo administrativo que nos vigile y nos censure, algo que nunca aceptaríamos, sino por poderosas corrientes de opinión, sin duda construidas sobre causas justas e incluso encomiables en la mayoría de los casos, pero que al final, envueltas en su grandeza, pueden actuar como fuerzas que coarten la libre expresión del discrepante, habida cuenta de su enorme fuerza social. Me refiero, en pocas palabras, a aquello que conocemos como lo políticamente correcto.

El tema no es nuevo, pero con la fuerza de los actuales sistemas de comunicación, fundamentalmente redes sociales y televisión, creo que adquiere nuevas dimensiones. En 1945, cuando las democracias occidentales estaban aliadas con Rusia en la justa causa de la derrota del nazismo, George Orwell publicó Rebelión en la granja, una novela en la que critica, irónicamente en la forma, pero duramente en el fondo, las perversiones del sistema comunista. Orwell no es un autor al que se le puedan imputar veleidades fascistas, léase por ejemplo Homenaje a Cataluña, de 1938; o su exitosa 1984, pero sin embargo es consciente ya en aquel momento de que, lo que con el tiempo se llamará socialismo real, es una fuente inaceptable de opresión, terror y sufrimiento para los disconformes. Por cierto, es curioso que bien entrado el siglo XXI haya tantas personas que aun no acaban de aceptar esta realidad. Rebelión en la granja tuvo muchas dificultades para llegar a publicarse, y pensemos que hablamos de una democracia tan inapelable como la de Inglaterra, porque según su autor, “Si los editores se esfuerzan en no publicar libros sobre determinados asuntos, no es por miedo a ser procesados, sino por temor a la opinión pública”, es decir, es la opinión pública, siempre debidamente orientada por una cierta dirigencia intelectual, no perdamos esto de vista, la que no acepta de ningún modo la crítica a lo “políticamente correcto” del momento. “Cualquiera que desafíe la ortodoxia dominante se ve silenciado con una eficacia sorprendente”, añadirá en su prólogo. 

Con el sistema de redes sociales al que nos hemos referido, es improbable que cualquiera no tenga a su mano algún medio, más o menos importante, para expresar lo que opina, por ello en estos momentos no nos estaríamos refiriendo tanto a dificultades de publicar, sino a las consecuencias de auténtico acoso social para quien disiente que en muchas ocasiones se produce, entendidas como desprestigio profesional, político o simplemente personal, dada la auténtica caja de resonancia que esas redes suponen. Veamos un ejemplo, de entre tantos que podríamos citar.

Tras siglos de silencio, de ocultación de la cruel realidad de la violencia ejercida por algunos hombres sobre las mujeres, en las sociedades occidentales ha crecido una fuerte repulsa hacia todos aquellos que la practican, sea en el grado que sea. A estas alturas a nadie medianamente juicioso le resultan aceptables unas prácticas que sin duda deben ser perseguidas y castigadas legal y socialmente con la máxima contundencia. A quienes hace tan solo unas décadas comenzaron a denunciarlas se le respondía con frecuencia que se trataba de hechos aislados, acontecimientos lamentables, si, pero minoritarios, que en ningún caso debían enturbiar el correcto comportamiento de la mayoritaria, lo que se producía al insistir notoriamente sobre ello. Pese a las críticas se siguió insistiendo con el argumento de que por muy minoritario que pudiera ser, ante la maldad no cabe benevolencia alguna, y hay que combatirla. Todos sabemos la importancia que esta corriente de pensamiento tiene en la actualidad y gracias a ello, la inmensa mayoría de la población ha hecho suyo el problema y colabora, y se solidariza con la víctima, en aras a que el problema desaparezca en algún día. 

Hay quien opina, posiblemente no sea un porcentaje alto aunque no lo sabemos, que bajo la infalibilidad que se les concede a las mujeres en esta aparente lucha de sexos se esconden denuncias falsas que buscan un rédito económico, o en cuanto a la custodia de hijos por ejemplo, en casos de separación matrimonial. Recuerdo que hace unos años, una jueza advertía de esta anomalía, observada en los casos que llevaba en su Juzgado y la respuesta de un sector de la prensa, de algunos partidos políticos y de las asociaciones feministas fue demoledora contra ésta profesional del Derecho, hasta el punto que tuvo que emitir una nota de rectificaciones, lo que no evitó un grave deterioro de su imagen profesional. Lo que venían a decir es que, de producirse, esas denuncias falsas eran totalmente  minoritarias, y que el simple hecho de hacerlas públicas debilitaba la lucha de las mujeres contra la violencia que sufrían.  Sin pretender entrar en el ejemplo concreto, obsérvese la distinta vara de medir aplicada a lo malo, por minoritario que sea, pero sobre todo, a la censura que de forma no tan subliminal se impone hacia aquellos que discrepan o simplemente matizan las opiniones mayoritarias, ¿no supone una censura el que, para evitarse disgustos, alguien calle sus opiniones por miedo a las consecuencias profesionales, sociales, políticas, etc.?, ¿deben las cusas minoritarias no alzar su voz si de lo contrario contradicen la opinión mayoritaria y políticamente correcta? Con demasiada frecuencia, creo, se banalizan palabras como fachacarca, retrógrado, al aplicarlas sobre aquellos que no están al cien por cien entregados a las causas de las grandes corrientes de opinión, insisto, las políticamente correctas, solo con ánimo de menospreciar, cuando no de difamar, y no lo creo correcto por cuanto supone de negar al otro la libertad que uno quiere para sí.  

Antes de hablar de “El señor Jones, de la Granja Solariega…”, George Orwell advierte que “Si algo significa libertad es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”, pues eso.