miércoles, 21 de septiembre de 2022

Meditaciones sobre la libertad. Libertad y liberalismo (1/3)

 

Libertad es una palabra polisémica, significa distintas cosas, pero no solo en atención al repertorio de acepciones del diccionario, sino también, por un lado, al “presupuesto moral” o principios ideológicos de quien la pronuncia, como veremos más adelante, y por otro, al sentido que a lo largo de la historia le hemos ido dando. En su ensayo Libertad, la historia de una idea, Josu de Miguel Bárcena habla de un “nervio central de la libertad”, que a lo largo de los tiempos habría sido como un tortuoso camino que, con sus dificultades, las distintas civilizaciones habrían seguido. Inevitablemente De Miguel cita el discurso que Benjamín Constant pronunció en 1819 en el Ateneo de París porque, en cierta forma, sintetiza y aclara las ideas de los revolucionarios franceses y americanos de finales del siglo XVIII, y pone las bases para la implantación de los sistemas liberales a lo largo del siglo XIX, una implantación que como sabemos, sería larga y dolorosa en el caso de España. Vale la pena que nos detengamos en las palabras de Constant porque nos ayudarán a entender mejor las cosas.

La distinción básica del discurso es la que hace entre la libertad de los “antiguos” y la de los “modernos”. Tanto en la cultura griega como en la romana, la idea de libertad está viva, pero se trata de un concepto restringido, primero porque es cierto que en las asambleas públicas se deciden libremente los asuntos de estado y las normas del funcionamiento social, pero en el ámbito privado nadie es libre de actuar al margen de esas estrictas normas, lo que reduce a los ciudadanos a una quasi esclavitud en lo que se refiere a sus relaciones privadas; en palabras de De Miguel, “el ciudadano virtuoso era a su vez un individuo anulado por la autoridad del cuerpo social”. Además, solamente el selecto grupo que ostenta la condición de ciudadano puede acceder a ella, pero para que éstos dediquen su tiempo al debate hace falta que asalariados y esclavos, sin los derechos de los primeros, se encarguen del día a día de la ciudad. Por último, el sistema representativo cuenta con escasos vestigios en el mundo clásico, siendo básicamente un descubrimiento de los modernos.     

El mundo moderno por su parte lo forman Estados de mayor tamaño al que tenían las ciudades-estado griegas, su principal misión ya no será, como entonces, defensiva, y el comercio ha diluido la anterior necesidad de estar constantemente en guerra, porque el resultado del trabajo y los intercambios económicos ofrecen mayores beneficios que el conflicto permanente, “la guerra es el impulso, el comercio el cálculo”, dirá Constant. La economía en manos de los ciudadanos, privados de la ociosidad que el ya abolido sistema esclavista les facilitaba, obliga al trabajo, y además a tener que confiar en representantes que gestionen lo público, pero con una limitación esencial: solo deberán hacer aquello que los ciudadanos, por sí mismos, no puedan hacer. Este será el gran cambio de paradigma que la “libertad moderna” impone: nunca lo público debería cercenar la libertad del individuo; “Nuestra propia libertad debe consistir en el goce apacible de la independencia privada”, añade. Es cierto que esta posición crea innumerables controversias, entre ellas la dicotomía de libertad y seguridad, pero no es el caso de abordarlas en este momento. 

La idea de libertad que nos expone Constant, con el significado de ser para cada cual “el derecho de no estar sometido sino a las leyes, de no poder ser detenido, ni condenado a muerte, ni maltratado de ningún modo, por el efecto de la voluntad arbitraria de uno o varios individuos”, que se completará posteriormente con la Declaración de Derechos Humanos y que, no dejemos de apuntarlo, debe una parte a nuestra Escuela de Salamanca, es a la que De Miguel denomina “libertad liberal”, un concepto político que adquiere carácter sistémico para la democracia.

Abreviando mucho la exposición, podemos decir que el siglo XX ha contado con dos grandes corrientes de pensamiento político, si dejamos a un lado la corta, pero no por eso menos cruel experiencia del fascismo italiano y el nacional-socialismo alemán: la liberal, plenamente desarrollada desde su aparición en la anterior centuria como hemos dicho, y la marxista, extendida por buena parte del planeta a partir de los procesos revolucionarios de las primeras décadas. Sin entrar a valorar el desarrollo de los regímenes comunistas, no es difícil constatar que las llamadas “democracias populares” que en algunos sitios intentaron implantarse, no fueron más que eufemismos vacíos de contenido en tanto en cuanto faltaba, entre otras muchas cosas, el factor clave de la libertad. Se entiende así mejor, desde mi punto de vista, la idea de libertad liberal, porque no solamente los textos teóricos, sino la real visión de la historia y del mundo que nos rodea, nos muestra que no es posible la democracia sin la libertad individual de los ciudadanos, convirtiéndose así el ideario político que la impulsa, el liberalismo, en la base del propio sistema democrático del cual constituye condición sine qua non. Resumiendo, podemos asegurar que el liberalismo no solamente es una opción política más en liza con otras en cualquier sistema democrático, sino que es la propia base de la democracia, de tal forma que sin un sistema liberal no hay democracia. La prueba de ello es una paradoja tan simple como evidente: un partido comunista puede concurrir a unas elecciones en una democracia liberal, pero nunca un partido liberal podría presentarse a esas mismas elecciones en un país que hubiese implantado un sistema comunista, porque para que la democracia funcione necesita de unos contrapesos independientes que se limiten mutuamente: los consabidos poderes legislativo, ejecutivo y judicial, pero también el carácter fiscalizador de la opinión pública y la prensa, la autonomía económica de los individuos que no los haga depender necesariamente del arbitrio de los gobernantes, etc., en definitiva, en necesario el ingrediente de la citada libertad individual de los ciudadanos, algo que en un sistema totalitario como es el marxista todos estos aspectos no son más que una quimera, y ello por mucho que el comunismo siempre haya apelado a la libertad en su lucha contra los fascismos, las dictaduras de diversa especie o el propio capitalismo, de ahí el distinto presupuesto moral al que nos referíamos al principio; pero ésta apelación en absoluto se compadece con la realidad del sistema allí donde ha conseguido implantarse. 

miércoles, 18 de mayo de 2022

Una historia para repensar

 

     Se cumplen setenta y siete años de la rendición de Alemania, en lo que podemos considerar el epílogo de la II Guerra Mundial, si bien la pertinacia de Japón aún demoraría su final algo más de dos meses en Asia. El 30 de abril de 1945 se había suicidado Hitler, cercado en su bunker berlinés, y el 7 de mayo el ejército alemán declaraba su rendición incondicional en Reims, capitulación ratificada en la capital alemana el día siguiente. Rápidamente, y con protagonismo de las potencias vencedoras, en julio de ese mismo año se firma la Carta de Constitución de las Naciones Unidas por parte de cincuenta naciones que mantuvieron la guerra contra el Eje, celebrándose la primera asamblea general el 19 de enero de 1946 en Londres. El antecedente de esta unión fue la Sociedad de Naciones creada en 1919 tras la I Guerra Mundial, y aun antes, las Convenciones de La Haya de 1899 y 1907. La idea sin embargo, de unir a los Estados a través de “un derecho público universal”, surge casi dos siglos antes, precisamente en 1795 con la publicación de la pequeña obra “La paz universal” de Inmanuel Kant, un acertadísimo análisis en el que el filósofo analiza las razones de las guerras entre las naciones, y propone el “espíritu del comercio”, como instrumento de integración que, al ensancharse, al globalizarse, evitaría las guerras por el perjuicio que provocan a la calidad de vida tanto de agresores como de agredidos. Sin duda el concepto de la globalización, que ahora nos puede parecer tan moderno, le debe mucho a este opúsculo.

     Actualmente, en los regímenes democráticos liberales, aquellos que cuentan con una opinión pública potente ante la que los gobernantes han de rendir cuentas, las resoluciones y los dictámenes de la ONU tienen en general un fuerte predicamento, porque se supone que están dictados a favor del interés general, mundial; pero me temo que este valor decae de forma proporcional conforme va disminuyendo la calidad democrática de las naciones: donde no hay democracia, donde las libertades no existen, es fácil entender que lo que diga cualquier órgano internacional, incluidas Naciones Unidas, a sus gobernantes les trae al pairo. Pocos dudan pues de la trascendencia de la ONU, y hay que recordar y reconocer que su fundación fue posible, entre otras cosas, a que las cinco principales potencias ganadoras de la Guerra: Estados Unidos, Reino Unido, China, Francia y la Unión Soviética impusieron lo que se conoce como “derecho a veto” en las resoluciones del Consejo de Seguridad, del cual son miembros permanentes. De lo contrario quizás no se habría logrado el acuerdo.

     Pero el tiempo pasa y las circunstancias mundiales cambian, los enemigos de entonces, el nazismo, solo vive en los libros de historia y en la ensoñación, a favor o en contra, de grupúsculos políticamente insignificantes. También cayó el Telón de Acero con el desmoronamiento de los regímenes comunistas en Europa, aunque no así en Asia y en algunos países sudamericanos. Un nuevo fenómeno terrorista de inspiración islámica nos atenaza, reviviendo, increíblemente a estas alturas, el papel belicoso que las religiones tuvieron en la Edad Media; y la hidra de los distintos nacionalismos, razón fundamental del nacimiento de la ONU y otros organismos internacionales, entre ellos la Unión Europea, revive de cuando en cuando sus odios hacia lo que sus inspiradores dictaminan como ajeno, cambiando su terminología, eso sí, de la propia del racismo, en estos momentos mal visto, a otras más fáciles de vender como el identitarismo cultural o político, pero siempre con el uso del victimismo como mejor arma política. Ante este nuevo panorama la pregunta no puede ser otra que: ¿deberían producirse cambios en el funcionamiento de la ONU?     

     La respuesta desde mi punto de vista es que sí, que es difícil justificar por ejemplo el derecho a veto de quienes hace más de quince lustros eran potencias con gran influencia mundial pero que ahora ya no lo son tanto, y que además, como es el caso de Rusia, se permite saltarse todas las convenciones internacionales atacando a un país vecino, además de cercenar por la vía de la prisión e incluso el asesinato, cualquier atisbo interno de disidencia, como estamos comprobando en la actual Guerra de Ucrania. ¿El lógico que un país con estas características pueda vetar decisiones tendentes a la resolución de conflictos internacionales, por el hecho de haber contribuido a derribar al régimen nazi hace más de tres cuartos de siglo? Si convenimos pues que son necesarios cambios en las Naciones Unidas, atrevámonos a entrar y a formular propuestas que, permítaseme la licencia, vayan en forma de preguntas:

-       Si el derecho de veto se considera necesario en casos particularmente graves, ¿no sería mejor que estuviese en manos de otras uniones internacionales, por ejemplo, la Comunidad Europea, la Unión Africana, Estados Unidos y Canadá, etc.? De esta manera que precisara mayor consenso y con ello más negociación entre países.

-        Independientemente del derecho a veto, o incluso sustituyéndolo, ¿no podría aplicarse un sistema de voto con distintas mayorías según la importancia de los acuerdos a adoptar, en donde el voto por países fuera ponderado por parámetros como por ejemplo la población, su contribución al PIB mundial y al presupuesto del Organismo, su calidad democrática, etc.?

-        Sabemos que el uso de la violencia, debe estar solamente en manos de los Estados o los Órganos internacionales que los sustituyan. En el caso que nos ocupa Naciones Unidas la ha ejercido a través de los llamados cascos azules, con un uso muy disminuido actualmente. ¿No debería reforzarse este poder a través de contribuciones ciertas, importantes y no condicionales de los países de manera que este poder coercitivo garantizase el buen fin de las misiones de paz allí donde fueran necesarias?

     Quizás estas y otras iniciativas podrían contribuir al buen gobierno universal, que superase las limitaciones de fronteras, animase la implantación de nuevas y mejores democracias y disminuyese la conflictividad entre las naciones.    

     Releo para finalizar este escrito y entiendo que pueda parecer absurdo, incluso pretencioso analizar un asunto tan global como éste desde un foro tan diminuto como el que nos ocupa, pero, ¿no hacemos lo mismo continuamente con temas más frívolos sin que nuestra opinión pase de meros chascarrillos sin incidencia alguna en los mismos?, ¿Por qué no dedicar unos minutos al menos, aunque no sea más que para tranquilizar nuestras conciencias, a cuestiones que realmente deberían importarnos? Pues eso, vaya por quienes se atreven con los más grandes molinos de viento que el mundo vieron. 

domingo, 27 de febrero de 2022

Una nueva guerra en Europa

 

Había una cierta creencia entre las generaciones nacidas allá por la época de nuestra Transición, de que las imágenes de la guerra en suelo europeo formaban definitivamente parte de la historia, incluso la Guerra de los Balcanes no había hecho demasiada mella en este parecer.

El siglo XX fue especialmente duro, los españoles vivimos una Guerra Civil que nos desbastó humana y económicamente, y el resto de Europa, dos Guerras Mundiales que causaron millones de muertos civiles víctimas además de técnicas de aniquilamiento nunca vistas hasta entonces. Terminados los conflictos la sociedad internacional creo organismos que fueran capaces de solucionar las disputas entre países sin recurrir a las armas: Naciones Unidas y todas sus organizaciones filiales, Unión Europea, etc. La caída del Muro de Berlín a finales de la década de los noventa y el consiguiente desmoronamiento del régimen soviético, así como la liberación del comercio internacional, parecía templar el termómetro de la Guerra Fría y acabar con el temido choque de bloques. Hace un par de días hemos podido comprobar que todo fue un sueño.

Rusia, desposeída de su zona de influencia cuando existía la URSS, con motivo de su desmoronamiento ideológico, parece querer ahora recuperarla por la fuerza. En una acción que recuerda a la emprendida por el régimen nazi en los años cuarenta con Polonia, cuando buscaba su llamado espacio vital, ha invadido con la crueldad propia de la más convencional de las guerras un país soberano como es Ucrania.

De momento la reacción de lo que llamamos el mundo occidental, el de las democracias liberales que mal que bien son las únicas que proporcionan bienestar y libertad a sus ciudadanos (y a la misma historia me remito para probarlo), ha reaccionado con sanciones económicas contra Rusia. La opinión pública, por ahora tímidamente, apela a su sentimiento pacifista, y bien está que lo haga, porque ello es la expresión de un convencimiento moral que la democracia le otorga: el deseo de entendimiento, de diálogo, de respeto, de humanidad.

Nadie en su sano juicio quiere la guerra, nadie puede desear la muerte violenta entre personas, habitantes de un mundo cada vez más finito y vulnerable, pero si hemos de ser realistas, y a ello nos obliga la responsabilidad de ciudadanos libres que han de decidir por sí mismos sus propias acciones, con apelar a la paz no basta, porque hacerlo sería ser víctimas de un buenismo falsario con el que estaríamos minando los cimientos de nuestra ética política.

¿Qué está ocurriendo ahora mismo en Europa?, desde mi punto se trata del choque entre democracia y totalitarismo, entre libertad y autoritarismo; es la confrontación de dos mundos de por sí incompatibles a la búsqueda de un difícil equilibrio, uno de los cuales amenaza al otro con destruirlo. Rusia ha invadido por la fuerza a un país vecino no porque se sienta hostigado por él, sino porque en su tímida democracia tras décadas sometido a un régimen comunista, supone un espejo peligroso por cuanto sus propios ciudadanos pueden llegar a convencerse de que cuando más libertad tengan mayores niveles de bienestar alcanzarán. Entendamos que dos nuevos bloques están en liza por el liderazgo político del mundo: el de las democracias liberales y el de los regímenes autócratas, China y Rusia a la cabeza. La pregunta para todos nosotros es hasta donde estamos dispuestos a sacrificarnos en la defensa de nuestro mundo, ¿nos quedamos con las bienintencionadas apelaciones a la paz, repito, necesarias, pero tras las que volvemos a nuestra zona de bienestar, o estamos dispuestos a sacrificar parte de ella en defensa de nuestros ideales?, ¿optamos por el apaciguamiento de Chamberlain o por el “sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas” de Churchill? Que cada cual responda en conciencia.     

domingo, 19 de diciembre de 2021

Respeto a la diversidad

 

Muchas palabras cambian de significado con el paso del tiempo y a muchos hechos los llamamos de manera diferente a como lo hacíamos antes, son modas que, como en todo, también afectan al vocabulario. Es lo que ocurre con la expresión “respeto a la diversidad”, el hecho no es nuevo, por mucho que algún ingenuo, cargado con la siempre estúpida mochila del adanismo lo pretenda, pero sí la forma de nombrarlo, y ello, apuntemos anticipadamente, muy en línea de lo que se ha venido a llamar lo políticamente correcto. Veamos.

Diversidad es para cada uno de nosotros aquello que uno no es: si yo soy blanco, quien es negro, o gitano, o asiático, mes es diverso; si yo soy homosexual, aquel que es heterosexual me es diverso; si yo camino con normalidad, alguien que necesite para desplazarse una silla de ruedas, me es diverso, y así cualquier diferencia física o psíquica que se nos ocurra. Mostrar respeto, hacia las personas diferentes en realidad es lo que toda la vida hemos llamado educación, una palabra de amplio significado, que incluye mostrar empatía en la relación social, y ciertas normas de urbanidad que siempre mejoran el trato con el prójimo. Reconozco que, si puedo elegir, prefiero las palabras antiguas para referirme a las “cosas”, aquellas que ofrecen un significado claro, después de haber pasado el filtro de gustos pasajeros. Cuando decimos educación, envidia, maestro, crimen, caridad, sacrificio, … sabemos de qué estamos hablando, sin necesidad de aclaraciones subjetivas. Es lo que ocurre en mi opinión con “respeto a la diversidad”, que si necesita de esas aclaraciones, porque… ¿todo lo diverso es respetable? Para llegar a alguna conclusión bueno será seguir con los ejemplos referidos, y ello, sin necesidad de profundizar demasiado para el propósito que nos ocupa.  

Durante el presente siglo todo hace pensar que la raza humana, o una parte geográfica, política o social de ella, evolucione exponencialmente a través de la manipulación del ADN, hasta lograr un grupo de “super humanos”, que someterán más si cabe, a aquellos otros humanos “no mejorados”. No se trata de meras suposiciones sino de conjeturas científicas ciertas, y aunque el primer propósito público sea sin duda bienintencionado, no podemos obviar los riesgos; como nos advierte Stephen Hawking en su libro póstumo Breves respuestas a las grandes preguntas, “No podemos ver la posibilidad de curar las enfermedades de las neuronas motoras, como mi ELA, sin vislumbrar sus peligros”. Es algo que por otra parte ya intentó en su momento, con gran escándalo mundial, el régimen nazi, y que ahora sin embargo nos parece prometedor. Pues bien, llegado el caso, que llegará, ¿deberemos ser respetuosos hacia una nueva raza clónica, que nos domine y nos sojuzgue, por el hecho de sernos diversa?

Una opción sexual, históricamente practicada es la de la pederastia, la inclinación erótica hacia los niños y el abuso sexual que se comete con ellos, de hecho, la propia palabra viene del griego paiderastía, y de la misma encontramos ejemplos en buena parte de la literatura clásica. Cuando proclamamos el respeto que toda práctica sexual nos merece, ¿hemos reparado en la repugnancia que a las gentes de nuestra cultura nos supone esa conducta?

Las minusvalías son posiblemente las circunstancias ante las que más sensibilidad mostramos todos, sean físicas o psíquicas, tal y como hemos mencionado en el ejemplo. Sin lugar a dudas la psicopatía en una enfermedad de la mente, no tengo claro si de tipo genético o en algunos casos adquirida en el proceso de culturización de la persona, en cualquier caso, una psicopatía puede ser el origen de una conducta criminal naturalmente rechazable, ¿hasta donde ha de llegar el respeto a la diversidad psicológica cuanto estamos en frente de una persona con esta “enfermedad”?

Es posible que los ejemplos parezcan exagerados, pero en mi opinión valen para una conclusión a la que desde hace tiempo le voy dando vueltas, y es que el lenguaje al que nos hemos referido como políticamente correcto, aquel que expresa un buenismo ampliamente aceptado por la sociedad por lo que tiene de receta fácil, y que entre otras cosas supone un cierto (en ocasiones agudo) señalamiento público para quien no lo profesa, en realidad lo que está haciendo es privarnos de elementos reflexivos sobre problemas reales y complejos, que parecen querer resolverse con toda una batería de frases hechas que ni lo solucionan, porque no van a la raíz del conflicto, y además añaden, aunque la pospongan, frustración para la colectividad. Sería interesante examinar desde este prisma, sin duda controvertido, algunas de esas recetas fáciles a problemas difíciles tan abundantes, las recetas y los problemas, en este tiempo que nos ha tocado vivir, pero mientras tanto ojalá ninguna convención social, venga de donde venga, nos prive de sentido crítico.

domingo, 14 de noviembre de 2021

PENSAR ESPAÑA, de Juan Pablo Fusi

Una parte importante del pensamiento español, a partir fundamentalmente del último tercio del siglo XIX, ha circulado alrededor de la propia idea de España. También antes, desde Quevedo a Larra, pasando por Feijoo o Jovellanos, pero la diferencia es que a estos lo que les preocupaba eran los defectos de su Patria, aquello que necesitaba para estar a la altura de los tiempos que marcaba Europa, sin embargo, después de lo que se habla ya no es solo de características, sino de la propia esencia de esa Patria. Ignoro si en otros países se ha dado semejante plantel de intelectuales dándole vueltas alrededor de lo que son o de donde son, pero aquí la verdad es que los ha habido y de mucho peso, y quizás sea por ello que con el tiempo se ha ido creando un poso de autocrítica realmente original, y esto, que por supuesto no es malo en sí mismo, más bien al contrario, no debería sin embargo impidirnos discernir sobre la realidad de los acontecimientos. Ya nos advertía Joaquín Bartrina, precisamente en esa misma época, aquello de que si se oye a alguien hablar mal de España, es que era español, de ahí que no nos sorprenda que seamos nosotros mismos los que más nos hemos creído las abundantes falsedades de la leyenda negra, mucho más incluso que quienes se las inventaron. No dejemos de leer a este respecto a John H. Elliott y a Stanley G. Payne, entre otros muchos.  

  

Juan Pablo Fusi acaba de publicar Pensar España (Arzalia Ediciones, 2021), un texto en el que intenta poner al día todo ese pensamiento a lo largo del siglo XX. Lo inicia precisamente con una cita de Ortega, sin duda uno de los que mejor han sabido interpretar los intrincados vericuetos de nuestro carácter: “El español que pretenda huir de sus preocupaciones nacionales será hecho prisionero de ellas diez veces al día, y acabará por comprender que para un hombre nacido entre Bidasoa y Gibraltar es España el problema primero, plenario y perentorio” (“La pedagogía social como problema político”, 1910)Es cierto, pero inmediatamente nos viene a la cabeza aquella otra reflexión suya sobre los excesos al abordar este asunto: “¿Cuándo concluirá en España esta inocente manía panegírica? Miremos que el verdadero patriotismo nos exige acabar con ese ridículo espectáculo de un pueblo que dedica su existencia a demostrar científicamente que existe. ¡Provincianismo! ¡Aldeanismo!” (El Espectador II, 1917). Concluyamos pues que España es para los españoles una preocupación digna de ser tenida en cuenta, con seriedad y calma, pero atendamos la invitación orteguiana de huir de la frivolidad, de interpretaciones parciales dictadas desde la sombra del campanario, de vernos arrastrados en ese torbellino últimamente tan de moda de cuestionamiento de la propia existencia a través de tergiversaciones históricas interesadas, que descuidadamente tomamos como serias pero que difícilmente superan el umbral de lo ridículo. 

 

Inicia su libro Juan Pablo Fusi con Ortega y Azaña, dos pensadores “…con proyectos sin duda discrepantes. Pero con un fundamento intelectual común: la preocupación por España como Estado y como nación”.  Si para Azaña la necesidad era crear un Estado moderno, fuerte y verdaderamente nacional, que preservase la unidad de España y asegurase la preeminencia de ese Estado, Ortega echaba de menos una “verdadera emoción nacional”, un nuevo nacionalismo que nos librase de las “emociones provinciales locales”, siendo como era España una “circunstancia” íntimamente emparejada con su “yo”, a la que había que salvar para salvarse a sí mismo. En realidad no es difícil llegar a la conclusión de que, aún por distintos caminos, el fin de los dos era el mismo. A partir de ahí, el autor repasa la impresionante vida intelectual de principios del siglo XX que culminó en la Segunda República; la desolación de la Guerra Civil con la pregunta clave que lanza Julián Marías de ¿cómo pudo ocurrir?, y su frase lapidaria del resultado de la contienda en la que unos fueron justamente vencidos y los otros injustamente vencedores; los “espacios de libertad” que a partir de la década de los sesenta van abriéndose paso hasta llegar a la exitosa Transición, y así hasta el final de la centuria. Es probable que sobre algún capítulo, dedicado más a hechos históricos que a pensamiento propiamente dicho, y que falten muchos autores que dedicaron buena parte de su obra a la reflexión serena sobre España, pero los que figuran lo están por merecimiento propio: Unamuno, Baroja, Azorín, Machado, Brenan, Raymond Carr, Savater, Semprún, y así un largo etcétera hasta llegar a Julián Marías, en nuestra opinión el más convincente de los discípulos de Ortega, para quien el particularismo de muchos de nuestros intelectuales pudo llevar al error de interpretar de forma negativa la totalidad de nuestra historia, como posiblemente ocurrió, apuntamos nosotros, con buena parte de los autores del 98. Llegada la Transición, es cierto que Marías expresó dudas respecto al texto de la Constitución al tiempo que ocupaba el puesto de Senador por designación real, en concreto por la idea que parecía subsistir de que España era un Estado conglomerado de nacionalidades y no una Nación perfectamente definida, sin embargo siempre mostró una absoluta confianza en el poder de la cultura y de los intelectuales de esos años para devolver, para poner el destino de la Nación en las manos de todos los españoles, auténticos responsables de su futuro. La obra de Marías: España ante la historia y ante sí misma (1898-1936); España inteligibleRazón histórica de las Españas y Cervantes, clave españolaLos españoles, etc., fue una continua reflexión sobre “¿Qué es España?”, aclarándonos de antemano que “Una sociedad es un sistema de vigencias: usos, creencias, ideas, estimaciones, proyectos con los cuales el individuo se encuentra y con los cuales tiene que contar” (España inteligible, 1985). En todo este elucubrar Marías no estuvo solo, contó con la colaboración extraordinaria de su esposa Dolores Franco, tempranamente fallecida, autora de España como preocupación (Alianza Editorial, 1988), un libro que, aunque Fusi no lo recoja en el suyo, nos parece imprescindible en cuanto compendio de la historia intelectual de España que a lo largo de los siglos se ha hecho esa misma pregunta, ¿qué es España?, ¿porqué aún hoy nos duelen sus indolencias y sus desvaríos, cuando los hubo?, ¿por qué no felicitarnos de las grandes gestas históricas, que nuestros antepasados protagonizaron en bien de la humanidad?

 

La reflexión en torno a la idea de España sigue abierta, por eso acierta Juan Pablo Fusi con su libro, que no es sino una invitación a seguir los pasos de quienes nos precedieron con sus ideas, ahora ya abiertos a este nuevo siglo XXI.  

domingo, 10 de octubre de 2021

Los ecos del mal

El 7 de junio de 1968 en una carretera cerca de Tolosa, Javier Echevarrieta, de 23 años, mató de un tiro al Guardia Civil José Pardines, de 25 años, fue el primer crimen de ETA, iniciándose una carrera terrorista que en pocos años se convertiría en el principal problema al que tendría que enfrentarse la joven democracia española. Tras algo más de cinco décadas, con casi un millar de asesinatos, heridos, familias destrozadas, y un traumatismo social que ha marcado al conjunto de España, sobre todo al País Vasco, podemos preguntarnos con Juan Pablo Fusi (Pensar España. Arzalia ediciones. 2021), ¿cómo pudo ocurrir?, violencia, ¿para qué?; pero también ¿qué idea, que memoria nos va a quedar de esa experiencia?

 

Acabada la violencia de las bombas y las pistolas, no por voluntad de los asesinos sino por la acción paciente y decidida del Estado, es cierto que en el País Vasco los herederos políticos de ETA, que antes fueron sus cómplices, intentan seguir imponiendo el relato de la lucha justa, de la liberación del pueblo oprimido, de la heroicidad de sus gudaris, pero solo desde el fanatismo, la obsesión enfermiza o la ignorancia se pueden creer lo que ellos mismos dicen. En cualquier caso ese relato, el tener una idea clara de lo que sucedió durante todos esos años, nos importa a todos, porque al final es lo que quedará cuando nuevas generaciones vayan ocupando nuestro lugar. Descorazona que en una encuesta realizada hace unos meses entre los más jóvenes, un alto porcentaje de ellos no supiese quien fue Miguel Ángel Blanco, aquel sencillo concejal del PP en Ermua con cuyo asesinato quizás la banda terrorista empezó a perder su batalla. 

 

Durante todo este tiempo, muchos ensayos han abordado la cuestión desde diferentes puntos de vista; especialmente acertados nos parecen El bucle melancólico, de Jon Juaristi o Contra las patrias, de Fernando Savater (repárese en que los dos autores son vascos), aunque hay donde elegir para quien quiera introducirse en el tema. Con todo, sabemos que donde mejor se expresa el hálito de las sociedades es en el relato novelado, en ese narrar historias a través de personajes reales o ficticios con los que, hoja a hoja, los lectores vamos empatizando, haciendo nuestras sus andanzas. 

 

Es una buena noticia que últimamente estén publicándose novelas, de esas que además calificaríamos como de nuestra mejor literatura, donde la tragedia provocada por los crímenes de ETA aparece formando un fondo escénico sobre el que discurre su trama, una especie de sustrato del que van creciendo y desarrollándose las diversas historias y que provocan como una lluvia fina que nos  empapa hasta llegar a nuestro subconsciente, obligado acaso sin darse cuenta a discernir el bien del mal, ese mal que aún hoy nos acongoja pero que por higiene social nunca podremos olvidar. 

 

Sin duda la novela que por el extraordinario éxito logrado tras su publicación en 2016, marca un antes y un después en este nuevo fenómeno literario es Patria, de Fernando Aramburu; a partir de ahí otras han seguido ese mismo camino ensanchándolo más si cabe: hablamos por ejemplo de El mal de Corcira, de Lorenzo Silva, y Tomás Nevinson, de Javier Marías. En ambas la trama principal, la de la novela negra con todos sus vericuetos de la que Silva es maestro, y la de la duda ante la posibilidad de matar a quien supones que de no hacerlo seguirá haciendo daño, discurre sobre el recuerdo de ETA, y junto a él aldabonazos que nos sobresaltan, que nos empujan bruscamente a la reflexión: “…también es habilidad de los asesinos minimizar o borrar sus crímenes….No les cuesta apenas, en las sociedades cómplices y avergonzadas”. 

 

Si leer siempre es un buen asunto para nuestra propia salud mental, hacerlo escuchando los ecos que tiempo atrás provocaron los sonidos sórdidos y trágicos del mal, obligados a reflexionar, a detener nuestra lectura para llegar al fondo del mensaje literario, se convierte, y quizás sea lo más importante de esa lectura, en una auténtica necesidad vital que como sociedad democrática no podemos pasar por alto. 

domingo, 22 de agosto de 2021

Leer a Manuel Chaves Nogales

Han tenido que pasar muchos años, demasiados, para que podamos tener en nuestras manos la obra completa de Manuel Chaves Nogales, el periodista y escritor nacido en Sevilla en las postrimerías del siglo XIX, que se tenía por “eso que los sociólogos llaman un pequeño burgués liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria”. Los cinco tomos que recogen su obra han sido editados en 2020 por Libros del Asteroide; a ellos y a cuantos acometieron la difícil tarea de recopilar todos sus escritos, nuestro más sincero agradecimiento.

 

Hijo de periodista, Nogales encontró el máximo reconocimiento de la profesión a los pocos años de trasladarse con su familia a Madrid, obteniendo los premios más importantes y llegando a dirigir alguno de los periódicos de mayor difusión en la época. Periodista de reportajes, escritor de novelas y relatos cortos, entrevistador de algunos de los personajes más influyentes de su época tanto en el mundo de la política como en el de la cultura, fue testigo directo de la que sin duda sería la época más negra de España y de Europa. Pero pese a todo este bagaje es posiblemente el más desconocido de los autores de su generación, y cuando se lee su obra no es difícil adivinar por qué.   

 

A Chaves Nogales lo conocíamos, quienes lo conocíamos, por su celebre A Sangre y Fuego, sin duda uno de los mejores libros de relatos de la Guerra Civil. Escrito desde su exilio voluntario a principio de 1937, muestra con crudeza la realidad del conflicto desde su “única y humilde verdad”, que no era sino “un odio insuperable a la estupidez y a la crueldad” que describe, y en la que “Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que se partieran España”. En un país que mirase su historia con objetividad e inteligencia, sin el eterno rencor de los hunos contra los hotros, la lectura de ésta obra sería obligada en para todo bachiller y su prólogo debería escucharse y comentarse ya en las escuelas. Por desgracia no es nuestro caso. Si el franquismo silenció inmisericorde la obra de Nogales, los historiadores de la nueva “memoria histórica” trabajan incasables por hacernos olvidar lo que no les gusta ni les conviene, como acertadamente advierte Trapiello en uno de los prólogos de la edición.  

 

Cuando vas a enfrentarte a la lectura de casi tres mil quinientas páginas, que son las que reúnen estas Obras Completas, sueles buscar, al menos ese en nuestro caso, aquellas que a primera vista parecen más atractivas, pero he de confesar que, tras leer el primer volumen (1915-1929), es un propósito difícil de cumplir: no hay relato, no hay artículo de periódico, no hay narración que no sea una profundización en los mas íntimos vericuetos del carácter personal de su protagonista, y por lo tanto con el atractivo suficiente para pararse en él. Imprescindibles sus Biografías ejemplares de algunos grandes hombres humildes y desconocidos: el echador de café, el hombre que al morirse se da cuenta de que siempre le faltó ser niño, o la Historia del hombrecito de no nació, nos conmueven y nos invitan a la reflexión por partes iguales, y nos ofrecen perspectivas nuevas, ocurrentes, formas inéditas de escribir un relato. 

 

Manuel Chaves Nogales siempre nos dice la verdad de una manera que además no puede dejar de ser en cierto grado melancólica, y lo hace de forma que es imposible que no nos la creamos porque su relato está basado en evidencias que sutilmente se vuelven irrebatibles, incluso cuando se trata de relatos de ficción, y eso es así porque no se para en las apariencias, en el cascarón que envuelve a cada uno, sino que va al origen de todo, a lo auténtico. Cito de nuevo a Trapiello para advertir que con su lectura Nogales nos empuja a atrevernos a saber, él que se atrevió a contarlo, incluso cuando cruelmente el rojo de la sangre se mezclaba con el azul de la tinta. 

domingo, 15 de noviembre de 2020

Línea de fuego, de Arturo Pérez-Reverte

-       Es lo malo de estas guerras –va diciendo Olmos, a su espalda-. Que oyes al enemigo llamar a su madre en el mismo idioma que tu, y como que así, ¿no?...Se te enfrían las ganas.

 

 

 

La frase, pronunciada por el miliciano Olmos a sus compañeros dinamiteros en los primeros compases de la ofensiva republicana del Ebro, encierra a mi entender bastante bien el sentido que Reverte ha querido dar a su libro: cuando ante el peligro inminente de la muerte oyes a tu enemigo aclamarse a su madre en tu misma lengua, hay algo que te hermana a él, pese a la situación desgarradoramente trágica a que te enfrentas, o lo matas o te mata, no cabe término medio. Eso al final es una guerra civil.

 

Arturo Pérez-Reverte se sumerge al fin con Línea de fuego en el tema que, pese al tiempo transcurrido, aparece aún como recurrente ante los españoles, la guerra que hace más de ochenta años destrozó este país. Utiliza para ello solo una secuencia de diez días, los primeros de la que sería la última y quizás, la más cruenta de las batallas que se produjeron a lo largo de la contienda, la batalla del Ebro, el último cartucho con que el bando republicano se jugó la partida haciendo uso incluso de adolescentes que nunca antes había tenido un fusil en sus manos, y la perdió. 

 

La manera en que está escrita la novela ya de por si encierra el fondo que el autor quiere exponer; así, no hay un protagonista principal y otros secundarios que lo acompañan, porque eso solo serviría para ponderar aspectos incompletos de lo que estaba pasando; bien al contrario son varios los personajes que llevan la voz cantante de la trama, pertenecientes además a los dos bandos en disputa, y que desarrollan pequeñas historias que a lo largo de casi setecientas páginas se entrecruzan o no, porque la cosa va de eso, va de mostrar la estrecha relación que al final hay entre el miedo, el heroísmo, los ideales, las dudas, el odio o la violencia que se daban en un terreno destrozado tanto por los rojos como por los fascistas, por utilizar la terminología del autor, y además con el acierto de tomar en unos y otros historias reales que hacen más verosímil si cabe el relato. 

 

El texto además está escrito a base de relatos cortos de acción rápida, como ráfagas disparadas desde cualquier trinchera, acercando al lector la imagen de los hechos que describe. De esta manera la muerte no es un mero acontecimiento que se cita sin más, sino una desgarradora caída a los infiernos que capítulo a capítulo nos va cercando: “El cabo Les Forques es un autómata ensangrentado hasta los codos, doloridos los brazos de moverlos en vaivén con el fusil y la bayoneta, cuando sale de la trinchera y corre otra vez entre los compañeros que ahora aúllan como lobos carniceros, llegan a la tapia destrozada del cementerio y se dispersan entre las tumbas, las cruces mutiladas y caídas, las lápidas rotas por las que asoman féretros astillados y cadáveres viejos que se mezclan con los nuevos; y a cada paso disparan, acuchillan, atacan a culatazos a los hombres que salen de las fosas como espectros y se enfrenta a ellos disparando a quemarropa y peleando a machete,…” Sin duda se nota en la forma de expresar los detalles al experiencia de Pérez-Reverte como corresponsal de guerra, viniendo de otro podría parecer una mera caricatura, en él es un relato verosímil que se completa además con un estricto trabajo de documentación al que ya nos tiene acostumbrados, tanto cuando habla de las armas, la vestimenta militar o civil o la topografía del terreno, o la nacionalidad de los brigadistas internacionales, por poner unos ejemplos. 

 

Si uno ha leído entrevistas con el autor o artículos de los que habitualmente escribe en algún semanario, no podemos acabar la novela sin tener la sensación de su coherencia con el ideario que se le supone (evito adrede la palabra ideología). La Guerra Civil Española fue una tragedia en la que, independientemente de quien tuviese la razón política, que esa es otra discusión, fue un derroche de pasiones heroicas unas, criminales otras, que está bien que se sepan, se relaten y se guarden en los libros, pero que nunca deberían servir para abrir de nuevo viejas trincheras lamentablemente empapadas con la sangre de hermanos. Me vale como ejemplo la última biografía real del epílogo, la del falangista Saturiano Bescós que la casualidad llevó a luchar con los nacionales como también hubiese podido ser al contrario; licenciado el 2 de abril de 1939 con 468 pesetas,  la paga de dos meses, una cajetilla de Ideales, dos latas de sardinas y un chusco de pan para el viaje, pasó el resto de su vida sin ningún privilegio especial por su sufrimiento, con sus cabras y sus perros, y hasta que murió en 1998 “jamás dijo una palabra sobre la Guerra Civil”, posiblemente añado, porque nada más allá del nunca jamás quedara por reivindicar. 

 

Solo el tiempo dirá si Línea de fuego llega a convertirse en uno de los referentes novelados de nuestra Guerra Civil a la altura de La forja de un rebelde, de Arturo Barea; A Sangre y fuego, de Chaves Nogales o Madrid de Corte a checa, de Agustín de Foxá, pero creo que tiene todas las papeletas. 

martes, 8 de septiembre de 2020

El mal de Corcira, de Lorenzo Silva

     Reconozco que en las novelas siento cierta predilección por los personajes canallescos, aquellos de buen fondo humano pero de formas dudosas y adscripciones heterodoxas, no puedo negarlo, por eso cuando empecé el libro de Lorenzo Silva -es la primera vez que leo al autor-, el perfil del subteniente Bevilacqua, el guardia civil protagonista, me pareció demasiado plano, el de una persona típicamente buena que sugiere poco interés. Sin conocer a Silva más que por fotografías, uno diría que en ello hay algo de autobiográfico. Me satisface decir que no siempre las primeras impresiones son las buenas porque también los personajes llenos de dudas tienen su punto.

 

     Corcira, es el nombre antiguo de la actual isla de Corfú, y en ella se produjo una de las batallas entre Atenas y Esparta que Tucídides relata en su Historia de la Guerra del Peloponeso. Mencionada de pasada al principio, el hecho no toma sentido hasta el final del libro y es la clave definitiva que lo enriquece. La historia va de la investigación que la Guardia Civil hace de un homicidio ocurrido en Formentera, otra isla, de un antiguo militante de ETA, lo que vale a Silva para poner en primer plano dos momentos distintos de la vida del agente: el actual con la búsqueda del autor de un asesinato aparentemente por despecho entre homosexuales, y el que le tocó vivir en la década de los noventa, en plena lucha contra la banda terrorista. 

 

     Quizás fuese innecesaria una separación tan evidente, capítulo si, capítulo no, entre los dos momentos narrativos, pero también es verdad que con ello se facilita la lectura y en cualquier caso nos acerca, más allá del típico argumento de novela negra, a una realidad que fue dura para todos y sobre la que queda mucho por escribir y por pensar; cualquier aportación a ese propósito, y ésta es de las buenas, es de agradecer. El lenguaje literario, distinto al de las imágenes de atentados terroristas servidas por las televisiones y las meras crónicas periodísticas que las acompañaban, es el idóneo para sumergirnos en la intrahistoria del conflicto, en el padecimiento, las dudas, los odios, el miedo, que al final es siempre una cuestión personal de quienes los padecen, pero a partir de las cuales se ayuda a comprender mejor la tragedia que rodeó aquellos acontecimientos. 

 

     Digo que la referencia a Corcira aparece en la últimas páginas del libro, y también el paso de la historia particular a la cualidad general, en forma de razonamiento muy bien traído y que, no por sabido deja de agradecerse: “Cuenta que quienes actuaban de forma temeraria y atolondrada pasaron a ser ensalzados por ser más leales al partido que el resto. En cambio, quien se mostró prudente pasó a ser considerado cobarde, quien pedía moderación se vio acusado de ser poco hombre, y a quien apostó por la inteligencia le achacaron incapacidad para la acción. El que de dejaba llevar por la ira era el que se creía digno de confianza, y el que no, sospechoso. A quien se adelantaba a intrigar, a hacer el mal, o empujar a otro a hacerlo, era al que se respetaba, por astuto”. No me negarán que no es una excelente alabanza a la sensatez, y que a vez demuestra lo poco que hemos aprendido en muchos aspectos: siempre las mismas historias, siempre los mismos errores. 

 

     Me perdonarán el uso de citas largas, pero no me resisto a evitar otra que, con la anterior, me parece lo mejor del libro, no en cuanto a la estricta técnica literaria se refiere, pero sí por su razón de ser, porque el final de cada novela se espera un mensaje, un por qué, un motivo que la justifique. Le dice el Juez encargado del caso a nuestro protagonista, en una referencia a los crímenes de la guerra civil: “Mis muertos eran de los de derechas, pero convivía con gente que tenía muertos de los otros. Lo sabíamos: quién le había matado a quién a cada cual. Los verdugos y las víctimas, nuestros y suyos. Y seguimos relacionándonos, tan naturalmente como pudimos. Hasta yo diría que conseguimos perdonarnos unos a otros. ¿Y sabe usted por qué?  - Por qué.  – Porque nadie se empeñó en negar las barbaridades de los suyos. No por bondad o generosidad, sino porque era imposible. Para perdonar, antes hay que perdonarse, y para eso hay que aceptar el mal que tiene que ver con uno. Limitarse a olvidarlo no sirve de nada”. 

 

     Si me permiten el atrevimiento les sugiero que lean la novela, creo que no les defraudará.  

 

domingo, 17 de mayo de 2020

¿Existen los extraterrestres?

Creo que deben ser pocos los humanos que, delante de una copa de vino y entre buenos amigos, no hayan fabulado alguna vez sobre la existencia de extraterrestres en el universo; otros lo han hecho de una forma más científica, o incluso metafísica, pero como yo estoy en el primer grupo prefiero comenzar este artículo con la experiencia propia. La verdad es que la cuestión tiene su interés y la pregunta, como todas las buenas preguntas, es de difícil o imposible respuesta…., de momento. 

Stephen Hawking, cuando en su libro póstumo responde brevemente a esas grandes preguntas que todos nos hacemos, trae a colación el Principio Antrópico, según el cual si el universo no hubiera sido adecuado para la vida nosotros no estaríamos aquí, pero una cosa es la evidencia de los hechos y otra distinta saber como tras el Big Bang, los cuatro elementos fundamentales, reaccionados por una gran cantidad de energía, derivaron en las moléculas de ADN. Fue así, pero no sabemos como llegó a ser así: ¿se produjo una especie de generación espontánea?, es posible; ¿puede haber ocurrido lo mismo en otros planetas del universo?, por un mero cálculo de probabilidades resulta verosímil pero, ¿también la vida allí ha podido llegar al punto evolutivo de derivar en seres inteligentes?, ¿la aparición de esos seres inteligentes era inevitable una vez existe la vida, o solo una de sus posibilidades?, ¿hipotéticas civilizaciones ultraterrestres pueden haber colapsado a causa por ejemplo de un agotamiento de los recursos, y de ahí que no hayan llegado hasta nosotros? Doy por hecho que los humanos somos inteligentes, aunque no me negarán que en ocasiones nos faltan evidencias.    

La paleontología nos dice que el proceso de la vida es una sucesión de hechos azarosos que se presentan de manera repetitiva, y ello empujado con el motor darwiniano de la selección natural. Viene muy a cuenta tener al azar siempre presente, porque la evolución no es una mera cuestión biológica, que también, por la que seres unicelulares hayan derivado después de miles de años en un chaqueteado bróker de Wall Street, también son acontecimientos externos sin cuya existencia el camino hasta llegar a nosotros quizás no se hubiera producido, y esto no tiene porqué haberse dado en otros lugares del universo relativamente cercanos a nosotros…, o si. Veamos. 

En su libro Vida, la gran historia, Juan Luis Arzuaga cita un artículo del paleontólogo George Gaylord Simpson en el que opina que “no es nada probable que hayan aparecido seres semejantes a nosotros en otros planetas, ya que para ello se tendrían que haber producido, una detrás de otra, las mismas circunstancias ambientales que a lo largo de cuatro mil millones de años se han sucedido en la Tierra para que al final surgiera el Homo sapiens”.  Su colega Conway Morris tiene una opinión muy distinta: “si nosotros no hubiéramos emergido, podemos estar seguros de que una especie vivípara, de sangre caliente, que emite vocalizaciones e inteligente lo habría hecho”, en la Tierra o en cualquier otro planeta. ¿Cuales son las circunstancias ambientales, distintas a las biológicas, a las que se refiere Simpson y que confieren al azar ese papel crucial? Veamos alguna de ellas.

Hay una teoría bastante aceptada que habla de un meteorito que colisionó con Marte, con mejores condiciones para albergar vida que nuestro planeta, hace unos cuatro mil millones de años, y que algunos restos pudieron llegar a la Tierra transportando las primeras bacterias; es posible pero, ¿y como surgió la vida en Marte? Dos mil años después otras bacterias más evolucionadas empiezan a producir oxigeno como subproducto, que a su vez, y tras oxidar todas las rocas oxidables, comienza a liberarse en el aire propiciando la existencia de plantas, hongos y pequeños animales, entendidos como seres con tejidos, órganos y sistemas; sería sin embargo más tarde, tras dos fuertes glaciaciones en que el planeta se convirtió en una auténtica bola de hielo, cuando con la erosión provocada por el deshielo, los océanos se alimentan de los nutrientes necesarios para que las algas, por el efecto de la fotosíntesis, produzcan, ahora sí, suficiente oxígeno para que aparezcan vertebrados acuáticos, que a su vez, tras intensas sequías, accedan a tierra en busca de su supervivencia, transformando sus aletas lobuladas en extremidades. Por si faltaba algo, la suerte hizo que hace unos sesenta y cinco mil millones de años un meteorito cayese sobre la Tierra, acabando con los dinosaurios, que tras innumerables avatares se habían desarrollado, lo que permitió la primacía definitiva de los mamíferos, grupo hasta entonces minoritario, y de ahí, tras unos cuantos miles de años más llenos de casualidades y circunstancias azarosas, que unos homínidos fuesen desarrollándose hasta acabar siendo “sapiens”. ¡No me digan que no han tenido que pasar cosas raras para llegar hasta donde hemos llegado! Si la vida inteligente ha necesitado atravesar todo ese intrincado laberinto en el que, por cierto, la mayoría de las especies se han perdido, no parecen faltarle argumentos a Simpson sobre la improbabilidad que la misma secuencia de accidentes ambientales se hayan producido en otros planetas, más allá del porcentaje que las probabilidades ofrezcan, como ya hemos dicho. 

Volviendo a las opiniones de Hawking, es muy probable la existencia de vida simple en muchas partes de la galaxia, pero menos probable es que exista vida inteligente, porque la inteligencia no es el resultado inevitable de la evolución, sino tan solo una de sus posibilidades. Bien, y si la hay añade Morris, que no tiene dudas al respecto, los extraterrestres deberán ser muy parecidos a nosotros, tomando pues como modelo nuestro propio camino evolutivo, ¿se trata de un modelo unívoco o la opinión es demasiado pretenciosa? Sea como sea Hawking, siempre atinado y suspicaz, nos advierte que si en algún momento un ovni nos llega a traer vida extraterrestre a nuestro planeta más vale que estemos preparados, porque probablemente se tratará de una visita desagradable. Aviso a navegantes.  

Releo el artículo y me confirmo en la falta de respuesta a la pregunta con que hemos comenzado. A estas alturas la única evidencia que me queda es que el mejor vino no depende de su etiqueta, sino de que se comparta con los mejores amigos. En la próxima botella, que los extraterrestres les acompañen. 

martes, 31 de marzo de 2020

IMPERIOFOBIA y leyenda negra, de Elvira Roca Barea

        Hay que admitir que esto de las controversias entre intelectuales son como un caramelo en dulce para quien le guste dedicar su tiempo a hojear libros, por eso reconozco que he disfrutado con la lectura y casi relectura de Imperiofobia y leyenda negra, de la profesora Elvira Roca Barea. La disputa la ha capitaneado principalmente un José Luis Villacañas al menos tan maniqueo y, me parece a mí, egocéntrico, como aquello que quiere denunciar, pero también la proveniente del diario El País e incluso de mi seguido Pérez Reverte, a quien Barea dedica alguna referencia en su libro cuando menos, como no, provocadora. 

          Imperiofobia no es realmente un libro de historia, al menos no es uno de esos manuales a los que estamos acostumbrados, y no lo es por la manera en que está redactado, provocativa y rompedora, pero es un libro que contiene mucha historia. Empieza con una descripción del término Imperio, y haciendo una distinción que se nos antoja esclarecedora cuando lo contrapone con el de imperialismo; a partir de ahí es como se empieza a comprender mejor la línea argumental de la obra. Trata el concepto Imperio, y enumera de manera clara y convincente las características comunes de todos ellos, con lo que llegamos a la primera sorpresa para quienes hasta el momento no habíamos caído en la cuenta, como es mi caso: hay aspectos comunes con independencia de la época en que se desarrollaron, y para demostrarlo repasa los cuatro grandes imperios de nuestra órbita, los casos de Roma, Rusia, Estados Unidos y finalmente España, para pasar sin solución de continuidad a la leyenda negra que inexorablemente se ha creado en torno a todos ellos, y también a la asombrosa naturalidad con que esos imperios la han asumido, demasiado ocupados en sus propios asuntos como para rebatir unas críticas que finalmente han creado escuela. “Los pueblos imperiales generan una leyenda negra, no por lo que hacen, sino por lo que son…”, dice Barea, una máxima que habrá que tener en cuenta durante la lectura de toda la obra.

          Como es de esperar el libro hace especial hincapié en el Imperio español, y en cierta forma asimila los términos de hispanofobia y leyenda negra, desarrollando un extenso repertorio de manifestaciones de la misma, desde su nacimiento en la Italia Humanista del siglo XIV, pasando por la Alemania de Lutero, Inglaterra y su permanente controversia contra Felipe II, los Países Bajos con su aportación de una sistemática máquina de propaganda, hasta llegar a América, deteniéndose especialmente, no podía ser menos, en el fenómeno de la Inquisición, sobre la que ya hay mucho publicado pero también sobre la que los estereotipos han arraigado con mayor fortuna.

          La última parte del libro, no me atrevo a decir si más o menos interesante que el resto porque todas lo son, comienza con la Ilustración, y no solo la foránea, francesa especialmente, sino con alguna de las consecuencias que la propia tuvo, como el cambio de sentido que Carlos III le daría al Imperio, al convertirlo en un sistema colonial en virtud de las nuevas modas, así como a los perjuicios que ocasionó la expulsión de los jesuitas de América. El siglo XIX con el lento nacimiento del liberalismo, y el nacionalismo y su evolución hasta el racismo científico, nos llevarán a la época contemporánea que la autora cierra primero con una reflexión sobre la perduración actual de la leyenda negra: la “razón de su longevidad es que la leyenda negra mienta una serie de prejuicios que gozan de gran predicamento intelectual, de tal manera que quien se atreve a oponerse a sus tópicos consagrados se arriesga a ser descalificado ideológicamente primero y luego intelectualmente”, y con un epílogo en forma de alegato: “la culpa mayor la tenemos nosotros, porque no fuimos capaces de defender nuestros intereses…. Por eso, para ayudar a poner en claro no el pasado, sino el futuro, se ha escrito este libro”.

         Se entenderá ahora porque he dicho al principio que no estamos en realidad ante un libro de historia, estamos más bien ante una arenga apasionada en la que la autora lanza una y otra vez proclamas que pretenden abrir en canal los conocimientos que tenemos de nuestros anales. Es posible, no lo dudo, que algunos pasajes puedan parecer exagerados, como así también la línea argumental de que casi la historia toda de Europa esté transida por la hispanofobia, sinceramente, no creo que sea así, pero lo cierto es que la manera en que, al menos en mi caso, leeré a partir de este momento esos mismos textos, tendrán un punto crítico que posiblemente ayude a comprender mejor lo avatares de los que los españoles hemos sido protagonistas.


sábado, 4 de enero de 2020

Censura

Si preguntásemos a cualquiera de la personas con las que nos cruzamos por la calle si está de acuerdo con que se pueda dar libremente la opinión sobre cualquier asunto, de forma unánime (bueno, siempre hay algún excéntrico) diría que sí, que todos debemos ser libres para expresarnos en los términos que a cada cual le venga en gana, sin que ninguna entidad, organismo, poder o persona pueda coartar esa libertad, cuyo límite en su caso, solo la Justicia podría fijar. 

Esto, que ahora nos parece tan obvio, es en realidad una novedad del mundo moderno, un logro social relativamente reciente proveniente, como tantas otras cosas buenas que nos han pasado, del liberalismo, sobre el que poco a poco, con esfuerzo pero de manera continua se fueron asentando las democracias. Que aceptemos la libertad de expresión no quiere decir, evidentemente, que compartamos aquello que se dice, y ahí precisamente está el valor del hecho, porque de lo contrario ¿quién necesitaría ejercer la libertad como un derecho, individual en último extremo, si sobre lo que uno dice existiese la completa unanimidad de todos aquellos que le rodean?

La cuestión tiene su importancia porque, aunque a veces no caigamos en la cuenta, creo que de forma más habitual de lo aceptable esa libertad de decir lo que a cada cual le plazca, tan básica para el correcto funcionamiento de nuestro sistema general de libertades, está coartada, y no por un organismo administrativo que nos vigile y nos censure, algo que nunca aceptaríamos, sino por poderosas corrientes de opinión, sin duda construidas sobre causas justas e incluso encomiables en la mayoría de los casos, pero que al final, envueltas en su grandeza, pueden actuar como fuerzas que coarten la libre expresión del discrepante, habida cuenta de su enorme fuerza social. Me refiero, en pocas palabras, a aquello que conocemos como lo políticamente correcto.

El tema no es nuevo, pero con la fuerza de los actuales sistemas de comunicación, fundamentalmente redes sociales y televisión, creo que adquiere nuevas dimensiones. En 1945, cuando las democracias occidentales estaban aliadas con Rusia en la justa causa de la derrota del nazismo, George Orwell publicó Rebelión en la granja, una novela en la que critica, irónicamente en la forma, pero duramente en el fondo, las perversiones del sistema comunista. Orwell no es un autor al que se le puedan imputar veleidades fascistas, léase por ejemplo Homenaje a Cataluña, de 1938; o su exitosa 1984, pero sin embargo es consciente ya en aquel momento de que, lo que con el tiempo se llamará socialismo real, es una fuente inaceptable de opresión, terror y sufrimiento para los disconformes. Por cierto, es curioso que bien entrado el siglo XXI haya tantas personas que aun no acaban de aceptar esta realidad. Rebelión en la granja tuvo muchas dificultades para llegar a publicarse, y pensemos que hablamos de una democracia tan inapelable como la de Inglaterra, porque según su autor, “Si los editores se esfuerzan en no publicar libros sobre determinados asuntos, no es por miedo a ser procesados, sino por temor a la opinión pública”, es decir, es la opinión pública, siempre debidamente orientada por una cierta dirigencia intelectual, no perdamos esto de vista, la que no acepta de ningún modo la crítica a lo “políticamente correcto” del momento. “Cualquiera que desafíe la ortodoxia dominante se ve silenciado con una eficacia sorprendente”, añadirá en su prólogo. 

Con el sistema de redes sociales al que nos hemos referido, es improbable que cualquiera no tenga a su mano algún medio, más o menos importante, para expresar lo que opina, por ello en estos momentos no nos estaríamos refiriendo tanto a dificultades de publicar, sino a las consecuencias de auténtico acoso social para quien disiente que en muchas ocasiones se produce, entendidas como desprestigio profesional, político o simplemente personal, dada la auténtica caja de resonancia que esas redes suponen. Veamos un ejemplo, de entre tantos que podríamos citar.

Tras siglos de silencio, de ocultación de la cruel realidad de la violencia ejercida por algunos hombres sobre las mujeres, en las sociedades occidentales ha crecido una fuerte repulsa hacia todos aquellos que la practican, sea en el grado que sea. A estas alturas a nadie medianamente juicioso le resultan aceptables unas prácticas que sin duda deben ser perseguidas y castigadas legal y socialmente con la máxima contundencia. A quienes hace tan solo unas décadas comenzaron a denunciarlas se le respondía con frecuencia que se trataba de hechos aislados, acontecimientos lamentables, si, pero minoritarios, que en ningún caso debían enturbiar el correcto comportamiento de la mayoritaria, lo que se producía al insistir notoriamente sobre ello. Pese a las críticas se siguió insistiendo con el argumento de que por muy minoritario que pudiera ser, ante la maldad no cabe benevolencia alguna, y hay que combatirla. Todos sabemos la importancia que esta corriente de pensamiento tiene en la actualidad y gracias a ello, la inmensa mayoría de la población ha hecho suyo el problema y colabora, y se solidariza con la víctima, en aras a que el problema desaparezca en algún día. 

Hay quien opina, posiblemente no sea un porcentaje alto aunque no lo sabemos, que bajo la infalibilidad que se les concede a las mujeres en esta aparente lucha de sexos se esconden denuncias falsas que buscan un rédito económico, o en cuanto a la custodia de hijos por ejemplo, en casos de separación matrimonial. Recuerdo que hace unos años, una jueza advertía de esta anomalía, observada en los casos que llevaba en su Juzgado y la respuesta de un sector de la prensa, de algunos partidos políticos y de las asociaciones feministas fue demoledora contra ésta profesional del Derecho, hasta el punto que tuvo que emitir una nota de rectificaciones, lo que no evitó un grave deterioro de su imagen profesional. Lo que venían a decir es que, de producirse, esas denuncias falsas eran totalmente  minoritarias, y que el simple hecho de hacerlas públicas debilitaba la lucha de las mujeres contra la violencia que sufrían.  Sin pretender entrar en el ejemplo concreto, obsérvese la distinta vara de medir aplicada a lo malo, por minoritario que sea, pero sobre todo, a la censura que de forma no tan subliminal se impone hacia aquellos que discrepan o simplemente matizan las opiniones mayoritarias, ¿no supone una censura el que, para evitarse disgustos, alguien calle sus opiniones por miedo a las consecuencias profesionales, sociales, políticas, etc.?, ¿deben las cusas minoritarias no alzar su voz si de lo contrario contradicen la opinión mayoritaria y políticamente correcta? Con demasiada frecuencia, creo, se banalizan palabras como fachacarca, retrógrado, al aplicarlas sobre aquellos que no están al cien por cien entregados a las causas de las grandes corrientes de opinión, insisto, las políticamente correctas, solo con ánimo de menospreciar, cuando no de difamar, y no lo creo correcto por cuanto supone de negar al otro la libertad que uno quiere para sí.  

Antes de hablar de “El señor Jones, de la Granja Solariega…”, George Orwell advierte que “Si algo significa libertad es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”, pues eso.