martes, 8 de septiembre de 2020

El mal de Corcira, de Lorenzo Silva

     Reconozco que en las novelas siento cierta predilección por los personajes canallescos, aquellos de buen fondo humano pero de formas dudosas y adscripciones heterodoxas, no puedo negarlo, por eso cuando empecé el libro de Lorenzo Silva -es la primera vez que leo al autor-, el perfil del subteniente Bevilacqua, el guardia civil protagonista, me pareció demasiado plano, el de una persona típicamente buena que sugiere poco interés. Sin conocer a Silva más que por fotografías, uno diría que en ello hay algo de autobiográfico. Me satisface decir que no siempre las primeras impresiones son las buenas porque también los personajes llenos de dudas tienen su punto.

 

     Corcira, es el nombre antiguo de la actual isla de Corfú, y en ella se produjo una de las batallas entre Atenas y Esparta que Tucídides relata en su Historia de la Guerra del Peloponeso. Mencionada de pasada al principio, el hecho no toma sentido hasta el final del libro y es la clave definitiva que lo enriquece. La historia va de la investigación que la Guardia Civil hace de un homicidio ocurrido en Formentera, otra isla, de un antiguo militante de ETA, lo que vale a Silva para poner en primer plano dos momentos distintos de la vida del agente: el actual con la búsqueda del autor de un asesinato aparentemente por despecho entre homosexuales, y el que le tocó vivir en la década de los noventa, en plena lucha contra la banda terrorista. 

 

     Quizás fuese innecesaria una separación tan evidente, capítulo si, capítulo no, entre los dos momentos narrativos, pero también es verdad que con ello se facilita la lectura y en cualquier caso nos acerca, más allá del típico argumento de novela negra, a una realidad que fue dura para todos y sobre la que queda mucho por escribir y por pensar; cualquier aportación a ese propósito, y ésta es de las buenas, es de agradecer. El lenguaje literario, distinto al de las imágenes de atentados terroristas servidas por las televisiones y las meras crónicas periodísticas que las acompañaban, es el idóneo para sumergirnos en la intrahistoria del conflicto, en el padecimiento, las dudas, los odios, el miedo, que al final es siempre una cuestión personal de quienes los padecen, pero a partir de las cuales se ayuda a comprender mejor la tragedia que rodeó aquellos acontecimientos. 

 

     Digo que la referencia a Corcira aparece en la últimas páginas del libro, y también el paso de la historia particular a la cualidad general, en forma de razonamiento muy bien traído y que, no por sabido deja de agradecerse: “Cuenta que quienes actuaban de forma temeraria y atolondrada pasaron a ser ensalzados por ser más leales al partido que el resto. En cambio, quien se mostró prudente pasó a ser considerado cobarde, quien pedía moderación se vio acusado de ser poco hombre, y a quien apostó por la inteligencia le achacaron incapacidad para la acción. El que de dejaba llevar por la ira era el que se creía digno de confianza, y el que no, sospechoso. A quien se adelantaba a intrigar, a hacer el mal, o empujar a otro a hacerlo, era al que se respetaba, por astuto”. No me negarán que no es una excelente alabanza a la sensatez, y que a vez demuestra lo poco que hemos aprendido en muchos aspectos: siempre las mismas historias, siempre los mismos errores. 

 

     Me perdonarán el uso de citas largas, pero no me resisto a evitar otra que, con la anterior, me parece lo mejor del libro, no en cuanto a la estricta técnica literaria se refiere, pero sí por su razón de ser, porque el final de cada novela se espera un mensaje, un por qué, un motivo que la justifique. Le dice el Juez encargado del caso a nuestro protagonista, en una referencia a los crímenes de la guerra civil: “Mis muertos eran de los de derechas, pero convivía con gente que tenía muertos de los otros. Lo sabíamos: quién le había matado a quién a cada cual. Los verdugos y las víctimas, nuestros y suyos. Y seguimos relacionándonos, tan naturalmente como pudimos. Hasta yo diría que conseguimos perdonarnos unos a otros. ¿Y sabe usted por qué?  - Por qué.  – Porque nadie se empeñó en negar las barbaridades de los suyos. No por bondad o generosidad, sino porque era imposible. Para perdonar, antes hay que perdonarse, y para eso hay que aceptar el mal que tiene que ver con uno. Limitarse a olvidarlo no sirve de nada”. 

 

     Si me permiten el atrevimiento les sugiero que lean la novela, creo que no les defraudará.