domingo, 10 de octubre de 2021

Los ecos del mal

El 7 de junio de 1968 en una carretera cerca de Tolosa, Javier Echevarrieta, de 23 años, mató de un tiro al Guardia Civil José Pardines, de 25 años, fue el primer crimen de ETA, iniciándose una carrera terrorista que en pocos años se convertiría en el principal problema al que tendría que enfrentarse la joven democracia española. Tras algo más de cinco décadas, con casi un millar de asesinatos, heridos, familias destrozadas, y un traumatismo social que ha marcado al conjunto de España, sobre todo al País Vasco, podemos preguntarnos con Juan Pablo Fusi (Pensar España. Arzalia ediciones. 2021), ¿cómo pudo ocurrir?, violencia, ¿para qué?; pero también ¿qué idea, que memoria nos va a quedar de esa experiencia?

 

Acabada la violencia de las bombas y las pistolas, no por voluntad de los asesinos sino por la acción paciente y decidida del Estado, es cierto que en el País Vasco los herederos políticos de ETA, que antes fueron sus cómplices, intentan seguir imponiendo el relato de la lucha justa, de la liberación del pueblo oprimido, de la heroicidad de sus gudaris, pero solo desde el fanatismo, la obsesión enfermiza o la ignorancia se pueden creer lo que ellos mismos dicen. En cualquier caso ese relato, el tener una idea clara de lo que sucedió durante todos esos años, nos importa a todos, porque al final es lo que quedará cuando nuevas generaciones vayan ocupando nuestro lugar. Descorazona que en una encuesta realizada hace unos meses entre los más jóvenes, un alto porcentaje de ellos no supiese quien fue Miguel Ángel Blanco, aquel sencillo concejal del PP en Ermua con cuyo asesinato quizás la banda terrorista empezó a perder su batalla. 

 

Durante todo este tiempo, muchos ensayos han abordado la cuestión desde diferentes puntos de vista; especialmente acertados nos parecen El bucle melancólico, de Jon Juaristi o Contra las patrias, de Fernando Savater (repárese en que los dos autores son vascos), aunque hay donde elegir para quien quiera introducirse en el tema. Con todo, sabemos que donde mejor se expresa el hálito de las sociedades es en el relato novelado, en ese narrar historias a través de personajes reales o ficticios con los que, hoja a hoja, los lectores vamos empatizando, haciendo nuestras sus andanzas. 

 

Es una buena noticia que últimamente estén publicándose novelas, de esas que además calificaríamos como de nuestra mejor literatura, donde la tragedia provocada por los crímenes de ETA aparece formando un fondo escénico sobre el que discurre su trama, una especie de sustrato del que van creciendo y desarrollándose las diversas historias y que provocan como una lluvia fina que nos  empapa hasta llegar a nuestro subconsciente, obligado acaso sin darse cuenta a discernir el bien del mal, ese mal que aún hoy nos acongoja pero que por higiene social nunca podremos olvidar. 

 

Sin duda la novela que por el extraordinario éxito logrado tras su publicación en 2016, marca un antes y un después en este nuevo fenómeno literario es Patria, de Fernando Aramburu; a partir de ahí otras han seguido ese mismo camino ensanchándolo más si cabe: hablamos por ejemplo de El mal de Corcira, de Lorenzo Silva, y Tomás Nevinson, de Javier Marías. En ambas la trama principal, la de la novela negra con todos sus vericuetos de la que Silva es maestro, y la de la duda ante la posibilidad de matar a quien supones que de no hacerlo seguirá haciendo daño, discurre sobre el recuerdo de ETA, y junto a él aldabonazos que nos sobresaltan, que nos empujan bruscamente a la reflexión: “…también es habilidad de los asesinos minimizar o borrar sus crímenes….No les cuesta apenas, en las sociedades cómplices y avergonzadas”. 

 

Si leer siempre es un buen asunto para nuestra propia salud mental, hacerlo escuchando los ecos que tiempo atrás provocaron los sonidos sórdidos y trágicos del mal, obligados a reflexionar, a detener nuestra lectura para llegar al fondo del mensaje literario, se convierte, y quizás sea lo más importante de esa lectura, en una auténtica necesidad vital que como sociedad democrática no podemos pasar por alto.