sábado, 4 de enero de 2020

Censura

Si preguntásemos a cualquiera de la personas con las que nos cruzamos por la calle si está de acuerdo con que se pueda dar libremente la opinión sobre cualquier asunto, de forma unánime (bueno, siempre hay algún excéntrico) diría que sí, que todos debemos ser libres para expresarnos en los términos que a cada cual le venga en gana, sin que ninguna entidad, organismo, poder o persona pueda coartar esa libertad, cuyo límite en su caso, solo la Justicia podría fijar. 

Esto, que ahora nos parece tan obvio, es en realidad una novedad del mundo moderno, un logro social relativamente reciente proveniente, como tantas otras cosas buenas que nos han pasado, del liberalismo, sobre el que poco a poco, con esfuerzo pero de manera continua se fueron asentando las democracias. Que aceptemos la libertad de expresión no quiere decir, evidentemente, que compartamos aquello que se dice, y ahí precisamente está el valor del hecho, porque de lo contrario ¿quién necesitaría ejercer la libertad como un derecho, individual en último extremo, si sobre lo que uno dice existiese la completa unanimidad de todos aquellos que le rodean?

La cuestión tiene su importancia porque, aunque a veces no caigamos en la cuenta, creo que de forma más habitual de lo aceptable esa libertad de decir lo que a cada cual le plazca, tan básica para el correcto funcionamiento de nuestro sistema general de libertades, está coartada, y no por un organismo administrativo que nos vigile y nos censure, algo que nunca aceptaríamos, sino por poderosas corrientes de opinión, sin duda construidas sobre causas justas e incluso encomiables en la mayoría de los casos, pero que al final, envueltas en su grandeza, pueden actuar como fuerzas que coarten la libre expresión del discrepante, habida cuenta de su enorme fuerza social. Me refiero, en pocas palabras, a aquello que conocemos como lo políticamente correcto.

El tema no es nuevo, pero con la fuerza de los actuales sistemas de comunicación, fundamentalmente redes sociales y televisión, creo que adquiere nuevas dimensiones. En 1945, cuando las democracias occidentales estaban aliadas con Rusia en la justa causa de la derrota del nazismo, George Orwell publicó Rebelión en la granja, una novela en la que critica, irónicamente en la forma, pero duramente en el fondo, las perversiones del sistema comunista. Orwell no es un autor al que se le puedan imputar veleidades fascistas, léase por ejemplo Homenaje a Cataluña, de 1938; o su exitosa 1984, pero sin embargo es consciente ya en aquel momento de que, lo que con el tiempo se llamará socialismo real, es una fuente inaceptable de opresión, terror y sufrimiento para los disconformes. Por cierto, es curioso que bien entrado el siglo XXI haya tantas personas que aun no acaban de aceptar esta realidad. Rebelión en la granja tuvo muchas dificultades para llegar a publicarse, y pensemos que hablamos de una democracia tan inapelable como la de Inglaterra, porque según su autor, “Si los editores se esfuerzan en no publicar libros sobre determinados asuntos, no es por miedo a ser procesados, sino por temor a la opinión pública”, es decir, es la opinión pública, siempre debidamente orientada por una cierta dirigencia intelectual, no perdamos esto de vista, la que no acepta de ningún modo la crítica a lo “políticamente correcto” del momento. “Cualquiera que desafíe la ortodoxia dominante se ve silenciado con una eficacia sorprendente”, añadirá en su prólogo. 

Con el sistema de redes sociales al que nos hemos referido, es improbable que cualquiera no tenga a su mano algún medio, más o menos importante, para expresar lo que opina, por ello en estos momentos no nos estaríamos refiriendo tanto a dificultades de publicar, sino a las consecuencias de auténtico acoso social para quien disiente que en muchas ocasiones se produce, entendidas como desprestigio profesional, político o simplemente personal, dada la auténtica caja de resonancia que esas redes suponen. Veamos un ejemplo, de entre tantos que podríamos citar.

Tras siglos de silencio, de ocultación de la cruel realidad de la violencia ejercida por algunos hombres sobre las mujeres, en las sociedades occidentales ha crecido una fuerte repulsa hacia todos aquellos que la practican, sea en el grado que sea. A estas alturas a nadie medianamente juicioso le resultan aceptables unas prácticas que sin duda deben ser perseguidas y castigadas legal y socialmente con la máxima contundencia. A quienes hace tan solo unas décadas comenzaron a denunciarlas se le respondía con frecuencia que se trataba de hechos aislados, acontecimientos lamentables, si, pero minoritarios, que en ningún caso debían enturbiar el correcto comportamiento de la mayoritaria, lo que se producía al insistir notoriamente sobre ello. Pese a las críticas se siguió insistiendo con el argumento de que por muy minoritario que pudiera ser, ante la maldad no cabe benevolencia alguna, y hay que combatirla. Todos sabemos la importancia que esta corriente de pensamiento tiene en la actualidad y gracias a ello, la inmensa mayoría de la población ha hecho suyo el problema y colabora, y se solidariza con la víctima, en aras a que el problema desaparezca en algún día. 

Hay quien opina, posiblemente no sea un porcentaje alto aunque no lo sabemos, que bajo la infalibilidad que se les concede a las mujeres en esta aparente lucha de sexos se esconden denuncias falsas que buscan un rédito económico, o en cuanto a la custodia de hijos por ejemplo, en casos de separación matrimonial. Recuerdo que hace unos años, una jueza advertía de esta anomalía, observada en los casos que llevaba en su Juzgado y la respuesta de un sector de la prensa, de algunos partidos políticos y de las asociaciones feministas fue demoledora contra ésta profesional del Derecho, hasta el punto que tuvo que emitir una nota de rectificaciones, lo que no evitó un grave deterioro de su imagen profesional. Lo que venían a decir es que, de producirse, esas denuncias falsas eran totalmente  minoritarias, y que el simple hecho de hacerlas públicas debilitaba la lucha de las mujeres contra la violencia que sufrían.  Sin pretender entrar en el ejemplo concreto, obsérvese la distinta vara de medir aplicada a lo malo, por minoritario que sea, pero sobre todo, a la censura que de forma no tan subliminal se impone hacia aquellos que discrepan o simplemente matizan las opiniones mayoritarias, ¿no supone una censura el que, para evitarse disgustos, alguien calle sus opiniones por miedo a las consecuencias profesionales, sociales, políticas, etc.?, ¿deben las cusas minoritarias no alzar su voz si de lo contrario contradicen la opinión mayoritaria y políticamente correcta? Con demasiada frecuencia, creo, se banalizan palabras como fachacarca, retrógrado, al aplicarlas sobre aquellos que no están al cien por cien entregados a las causas de las grandes corrientes de opinión, insisto, las políticamente correctas, solo con ánimo de menospreciar, cuando no de difamar, y no lo creo correcto por cuanto supone de negar al otro la libertad que uno quiere para sí.  

Antes de hablar de “El señor Jones, de la Granja Solariega…”, George Orwell advierte que “Si algo significa libertad es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”, pues eso.