Se cumplen setenta y siete años de la rendición de Alemania, en lo que podemos considerar el epílogo de la II Guerra Mundial, si bien la pertinacia de Japón aún demoraría su final algo más de dos meses en Asia. El 30 de abril de 1945 se había suicidado Hitler, cercado en su bunker berlinés, y el 7 de mayo el ejército alemán declaraba su rendición incondicional en Reims, capitulación ratificada en la capital alemana el día siguiente. Rápidamente, y con protagonismo de las potencias vencedoras, en julio de ese mismo año se firma la Carta de Constitución de las Naciones Unidas por parte de cincuenta naciones que mantuvieron la guerra contra el Eje, celebrándose la primera asamblea general el 19 de enero de 1946 en Londres. El antecedente de esta unión fue la Sociedad de Naciones creada en 1919 tras la I Guerra Mundial, y aun antes, las Convenciones de La Haya de 1899 y 1907. La idea sin embargo, de unir a los Estados a través de “un derecho público universal”, surge casi dos siglos antes, precisamente en 1795 con la publicación de la pequeña obra “La paz universal” de Inmanuel Kant, un acertadísimo análisis en el que el filósofo analiza las razones de las guerras entre las naciones, y propone el “espíritu del comercio”, como instrumento de integración que, al ensancharse, al globalizarse, evitaría las guerras por el perjuicio que provocan a la calidad de vida tanto de agresores como de agredidos. Sin duda el concepto de la globalización, que ahora nos puede parecer tan moderno, le debe mucho a este opúsculo.
Actualmente, en los regímenes
democráticos liberales, aquellos que cuentan con una opinión pública potente
ante la que los gobernantes han de rendir cuentas, las resoluciones y los
dictámenes de la ONU tienen en general un fuerte predicamento, porque se supone
que están dictados a favor del interés general, mundial; pero me temo que este
valor decae de forma proporcional conforme va disminuyendo la calidad
democrática de las naciones: donde no hay democracia, donde las libertades no
existen, es fácil entender que lo que diga cualquier órgano internacional,
incluidas Naciones Unidas, a sus gobernantes les trae al pairo. Pocos dudan pues
de la trascendencia de la ONU, y hay que recordar y reconocer que su fundación
fue posible, entre otras cosas, a que las cinco principales potencias ganadoras
de la Guerra: Estados Unidos, Reino Unido, China, Francia y la Unión Soviética
impusieron lo que se conoce como “derecho a veto” en las resoluciones del
Consejo de Seguridad, del cual son miembros permanentes. De lo contrario quizás
no se habría logrado el acuerdo.
Pero el tiempo pasa y las
circunstancias mundiales cambian, los enemigos de entonces, el nazismo, solo
vive en los libros de historia y en la ensoñación, a favor o en contra, de
grupúsculos políticamente insignificantes. También cayó el Telón de Acero con
el desmoronamiento de los regímenes comunistas en Europa, aunque no así en Asia
y en algunos países sudamericanos. Un nuevo fenómeno terrorista de inspiración
islámica nos atenaza, reviviendo, increíblemente a estas alturas, el papel
belicoso que las religiones tuvieron en la Edad Media; y la hidra de los
distintos nacionalismos, razón fundamental del nacimiento de la ONU y otros organismos
internacionales, entre ellos la Unión Europea, revive de cuando en cuando sus
odios hacia lo que sus inspiradores dictaminan como ajeno, cambiando su
terminología, eso sí, de la propia del racismo, en estos momentos mal visto, a otras
más fáciles de vender como el identitarismo cultural o político, pero siempre
con el uso del victimismo como mejor arma política. Ante este nuevo panorama la
pregunta no puede ser otra que: ¿deberían producirse cambios en el
funcionamiento de la ONU?
La respuesta desde mi punto de
vista es que sí, que es difícil justificar por ejemplo el derecho a veto de
quienes hace más de quince lustros eran potencias con gran influencia mundial
pero que ahora ya no lo son tanto, y que además, como es el caso de Rusia, se
permite saltarse todas las convenciones internacionales atacando a un país
vecino, además de cercenar por la vía de la prisión e incluso el asesinato,
cualquier atisbo interno de disidencia, como estamos comprobando en la actual Guerra
de Ucrania. ¿El lógico que un país con estas características pueda vetar decisiones
tendentes a la resolución de conflictos internacionales, por el hecho de haber
contribuido a derribar al régimen nazi hace más de tres cuartos de siglo? Si
convenimos pues que son necesarios cambios en las Naciones Unidas, atrevámonos
a entrar y a formular propuestas que, permítaseme la licencia, vayan en forma
de preguntas:
- Si el derecho de veto se considera necesario en
casos particularmente graves, ¿no sería mejor que estuviese en manos de otras
uniones internacionales, por ejemplo, la Comunidad Europea, la Unión Africana,
Estados Unidos y Canadá, etc.? De esta manera que precisara mayor consenso y con
ello más negociación entre países.
- Independientemente del derecho a veto, o
incluso sustituyéndolo, ¿no podría aplicarse un sistema de voto con distintas
mayorías según la importancia de los acuerdos a adoptar, en donde el voto por
países fuera ponderado por parámetros como por ejemplo la población,
su contribución al PIB mundial y al presupuesto del Organismo, su calidad democrática,
etc.?
- Sabemos que el uso de la violencia, debe estar
solamente en manos de los Estados o los Órganos internacionales que los
sustituyan. En el caso que nos ocupa Naciones Unidas la ha ejercido a través de
los llamados cascos azules, con un uso muy disminuido actualmente. ¿No debería
reforzarse este poder a través de contribuciones ciertas, importantes y no
condicionales de los países de manera que este poder coercitivo garantizase el
buen fin de las misiones de paz allí donde fueran necesarias?
Quizás estas y otras
iniciativas podrían contribuir al buen gobierno universal, que superase las
limitaciones de fronteras, animase la implantación de nuevas y mejores
democracias y disminuyese la conflictividad entre las naciones.
Releo para finalizar este
escrito y entiendo que pueda parecer absurdo, incluso pretencioso analizar un
asunto tan global como éste desde un foro tan diminuto como el que nos ocupa,
pero, ¿no hacemos lo mismo continuamente con temas más frívolos sin que nuestra
opinión pase de meros chascarrillos sin incidencia alguna en los mismos?, ¿Por
qué no dedicar unos minutos al menos, aunque no sea más que para tranquilizar
nuestras conciencias, a cuestiones que realmente deberían importarnos? Pues eso,
vaya por quienes se atreven con los más grandes molinos de viento que el mundo
vieron.