Había
una cierta creencia entre las generaciones nacidas allá por la época de nuestra
Transición, de que las imágenes de la guerra en suelo europeo formaban definitivamente
parte de la historia, incluso la Guerra de los Balcanes no había hecho
demasiada mella en este parecer.
El
siglo XX fue especialmente duro, los españoles vivimos una Guerra Civil que nos
desbastó humana y económicamente, y el resto de Europa, dos Guerras Mundiales
que causaron millones de muertos civiles víctimas además de técnicas de
aniquilamiento nunca vistas hasta entonces. Terminados los conflictos la
sociedad internacional creo organismos que fueran capaces de solucionar las
disputas entre países sin recurrir a las armas: Naciones Unidas y todas sus
organizaciones filiales, Unión Europea, etc. La caída del Muro de Berlín a
finales de la década de los noventa y el consiguiente desmoronamiento del
régimen soviético, así como la liberación del comercio internacional, parecía templar
el termómetro de la Guerra Fría y acabar con el temido choque de bloques. Hace
un par de días hemos podido comprobar que todo fue un sueño.
Rusia,
desposeída de su zona de influencia cuando existía la URSS, con motivo de su
desmoronamiento ideológico, parece querer ahora recuperarla por la fuerza. En
una acción que recuerda a la emprendida por el régimen nazi en los años
cuarenta con Polonia, cuando buscaba su llamado espacio vital, ha invadido con
la crueldad propia de la más convencional de las guerras un país soberano como
es Ucrania.
De
momento la reacción de lo que llamamos el mundo occidental, el de las
democracias liberales que mal que bien son las únicas que proporcionan
bienestar y libertad a sus ciudadanos (y a la misma historia me remito para
probarlo), ha reaccionado con sanciones económicas contra Rusia. La opinión
pública, por ahora tímidamente, apela a su sentimiento pacifista, y bien está
que lo haga, porque ello es la expresión de un convencimiento moral que la
democracia le otorga: el deseo de entendimiento, de diálogo, de respeto, de humanidad.
Nadie
en su sano juicio quiere la guerra, nadie puede desear la muerte violenta entre
personas, habitantes de un mundo cada vez más finito y vulnerable, pero si hemos
de ser realistas, y a ello nos obliga la responsabilidad de ciudadanos libres
que han de decidir por sí mismos sus propias acciones, con apelar a la paz no
basta, porque hacerlo sería ser víctimas de un buenismo falsario con el que
estaríamos minando los cimientos de nuestra ética política.
¿Qué
está ocurriendo ahora mismo en Europa?, desde mi punto se trata del choque entre
democracia y totalitarismo, entre libertad y autoritarismo; es la confrontación
de dos mundos de por sí incompatibles a la búsqueda de un difícil equilibrio,
uno de los cuales amenaza al otro con destruirlo. Rusia ha invadido por la
fuerza a un país vecino no porque se sienta hostigado por él, sino porque en su
tímida democracia tras décadas sometido a un régimen comunista, supone un
espejo peligroso por cuanto sus propios ciudadanos pueden llegar a convencerse
de que cuando más libertad tengan mayores niveles de bienestar alcanzarán.
Entendamos que dos nuevos bloques están en liza por el liderazgo político del
mundo: el de las democracias liberales y el de los regímenes autócratas, China
y Rusia a la cabeza. La pregunta para todos nosotros es hasta donde estamos dispuestos
a sacrificarnos en la defensa de nuestro mundo, ¿nos quedamos con las
bienintencionadas apelaciones a la paz, repito, necesarias, pero tras las que
volvemos a nuestra zona de bienestar, o estamos dispuestos a sacrificar parte
de ella en defensa de nuestros ideales?, ¿optamos por el apaciguamiento de
Chamberlain o por el “sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas” de Churchill? Que cada
cual responda en conciencia.