domingo, 6 de octubre de 2019

CUENTOS IMPRESCINDIBLES, de Antón Chéjov

La primera vez que vi Tío Vania (debió ser antes de tener un profesor de bachillerato suficientemente inspirador), me pareció una obra aburrida, sin argumento, o al menos con una trama plana, sin sucesos que mínimamente te sobresaltasen, y eso que estaba protagonizada por José Bódalo, uno de los grandes actores del teatro del momento. Este tremendo error de adolescencia tuvo como penitencia la tardanza en descubrir, no solamente la obra de Chéjov (1860-1904), sino en general la de los autores rusos anteriores al comunismo. 

Antón Chéjov sobresale fundamentalmente en teatro (Tío Vania, La gaviota,…), pero sobre todo por sus relatos cortos, género con el que sin duda alguna alcanza la eminencia. Recientemente he releído algunos de sus cuentos en la recopilación realizada por el norteamericano Richart Ford en 1998, y saboreado las mejores esencias de la lectura, esas que aparecen cuando con el paso del tiempo descubres matices nuevos, sabores que antes te habían pasado desapercibidos por el simple hecho de que tus circunstancias eran otras, disfrutando así de uno de sus grandes tesoros, ese que te muestra que leer el mismo libro en varias ocasiones, lejos de ser una experiencia repetitiva, es un continuo avanzar por un camino de sensaciones nuevas.

Leer a Chéjov es adentrarse en la vida misma tal y como es, pero reparando, aquí sí, en tantos detalles que cotidianamente nos pasan desapercibidos; es mirar un cuadro con trazos impresionistas que nos permiten apreciar la fría realidad, con sus tragedias corrientes, sus notas de humor amargo, sus pasiones y sus decepciones. Técnicamente los relatos de autor ruso no siguen el esquema de planteamiento, desarrollo y conclusión, no buscan una moraleja final, un mensaje que nos explique el propósito de la trama, porque ese propósito va implícito en el propio desarrollo, por eso hay que leerlo despacio, y no solo por saborear desde el punto de vista artístico cada uno de esos Cuentos imprescindibles, que también, sino porque tras ellos nos está explicando su intención, la “idea” que persigue en cada uno de ellos, tanto sea a través de descripciones personales: “Orlov…, si cogía un periódico o un libro, fuese el que fuese, o si se encontraba no importa con quien, sus ojos comenzaban a sonreír irónicamente y todas sus facciones adquirían una expresión de burla sutil y socarrona. Antes de leer o de oír cualquier cosa, ya tenía preparada la ironía, como los salvajes el escudo.”; como espaciales: “El té olía a pescado, el azúcar era gris y estaba pegoteado. Por entre el pan y la vajilla corrían las cucarachas. Daba asco beber, la conversación tampoco era agradable: siempre lo mismo, desgracias y enfermedades.” 

Pero el fiel realismo de su obra no lo es todo, ciertamente en sus relatos apreciamos, acaso mejor que en cualquier libro de historia, su concreto mundo, el de la Rusia que va desde la liberación de los siervos de la gleba de 1861, hasta los primeros conatos revolucionarios del siglo XX: la miseria de los campesinos, la falta de empuje de una burguesía inoperante, la violencia sobre los más débiles,… pero lo que convierte a Antón Chéjov en un autor clásico, es que a través de esos escenarios naturales se adentra en los pequeños aspectos que intemporalmente caracterizan, angustian a la persona porque le son inseparables: los sentimientos por debajo de las apariencias (“La desgracia”), la mediocridad autojustificada (“Chissst…”), la dramática frivolidad del egoísmo (“Enemigos”), los eternos conflictos familiares guardados en secreto (“Gente difícil”), las dificultades y los sufrimientos ante el amor (“La dama del perrito”), y así, tantos como cuentos leemos, un espejo crudo en el que sin remedio nos vemos reflejados. En definitiva, para quien quiera sumergirse en la mejor literatura, en aquella donde lo trivial se hace sublime y lo anodino evocador, tiene en Chéjov una excelente propuesta. Que lo disfruten.