miércoles, 21 de septiembre de 2022

Meditaciones sobre la libertad. Libertad y liberalismo (1/3)

 

Libertad es una palabra polisémica, significa distintas cosas, pero no solo en atención al repertorio de acepciones del diccionario, sino también, por un lado, al “presupuesto moral” o principios ideológicos de quien la pronuncia, como veremos más adelante, y por otro, al sentido que a lo largo de la historia le hemos ido dando. En su ensayo Libertad, la historia de una idea, Josu de Miguel Bárcena habla de un “nervio central de la libertad”, que a lo largo de los tiempos habría sido como un tortuoso camino que, con sus dificultades, las distintas civilizaciones habrían seguido. Inevitablemente De Miguel cita el discurso que Benjamín Constant pronunció en 1819 en el Ateneo de París porque, en cierta forma, sintetiza y aclara las ideas de los revolucionarios franceses y americanos de finales del siglo XVIII, y pone las bases para la implantación de los sistemas liberales a lo largo del siglo XIX, una implantación que como sabemos, sería larga y dolorosa en el caso de España. Vale la pena que nos detengamos en las palabras de Constant porque nos ayudarán a entender mejor las cosas.

La distinción básica del discurso es la que hace entre la libertad de los “antiguos” y la de los “modernos”. Tanto en la cultura griega como en la romana, la idea de libertad está viva, pero se trata de un concepto restringido, primero porque es cierto que en las asambleas públicas se deciden libremente los asuntos de estado y las normas del funcionamiento social, pero en el ámbito privado nadie es libre de actuar al margen de esas estrictas normas, lo que reduce a los ciudadanos a una quasi esclavitud en lo que se refiere a sus relaciones privadas; en palabras de De Miguel, “el ciudadano virtuoso era a su vez un individuo anulado por la autoridad del cuerpo social”. Además, solamente el selecto grupo que ostenta la condición de ciudadano puede acceder a ella, pero para que éstos dediquen su tiempo al debate hace falta que asalariados y esclavos, sin los derechos de los primeros, se encarguen del día a día de la ciudad. Por último, el sistema representativo cuenta con escasos vestigios en el mundo clásico, siendo básicamente un descubrimiento de los modernos.     

El mundo moderno por su parte lo forman Estados de mayor tamaño al que tenían las ciudades-estado griegas, su principal misión ya no será, como entonces, defensiva, y el comercio ha diluido la anterior necesidad de estar constantemente en guerra, porque el resultado del trabajo y los intercambios económicos ofrecen mayores beneficios que el conflicto permanente, “la guerra es el impulso, el comercio el cálculo”, dirá Constant. La economía en manos de los ciudadanos, privados de la ociosidad que el ya abolido sistema esclavista les facilitaba, obliga al trabajo, y además a tener que confiar en representantes que gestionen lo público, pero con una limitación esencial: solo deberán hacer aquello que los ciudadanos, por sí mismos, no puedan hacer. Este será el gran cambio de paradigma que la “libertad moderna” impone: nunca lo público debería cercenar la libertad del individuo; “Nuestra propia libertad debe consistir en el goce apacible de la independencia privada”, añade. Es cierto que esta posición crea innumerables controversias, entre ellas la dicotomía de libertad y seguridad, pero no es el caso de abordarlas en este momento. 

La idea de libertad que nos expone Constant, con el significado de ser para cada cual “el derecho de no estar sometido sino a las leyes, de no poder ser detenido, ni condenado a muerte, ni maltratado de ningún modo, por el efecto de la voluntad arbitraria de uno o varios individuos”, que se completará posteriormente con la Declaración de Derechos Humanos y que, no dejemos de apuntarlo, debe una parte a nuestra Escuela de Salamanca, es a la que De Miguel denomina “libertad liberal”, un concepto político que adquiere carácter sistémico para la democracia.

Abreviando mucho la exposición, podemos decir que el siglo XX ha contado con dos grandes corrientes de pensamiento político, si dejamos a un lado la corta, pero no por eso menos cruel experiencia del fascismo italiano y el nacional-socialismo alemán: la liberal, plenamente desarrollada desde su aparición en la anterior centuria como hemos dicho, y la marxista, extendida por buena parte del planeta a partir de los procesos revolucionarios de las primeras décadas. Sin entrar a valorar el desarrollo de los regímenes comunistas, no es difícil constatar que las llamadas “democracias populares” que en algunos sitios intentaron implantarse, no fueron más que eufemismos vacíos de contenido en tanto en cuanto faltaba, entre otras muchas cosas, el factor clave de la libertad. Se entiende así mejor, desde mi punto de vista, la idea de libertad liberal, porque no solamente los textos teóricos, sino la real visión de la historia y del mundo que nos rodea, nos muestra que no es posible la democracia sin la libertad individual de los ciudadanos, convirtiéndose así el ideario político que la impulsa, el liberalismo, en la base del propio sistema democrático del cual constituye condición sine qua non. Resumiendo, podemos asegurar que el liberalismo no solamente es una opción política más en liza con otras en cualquier sistema democrático, sino que es la propia base de la democracia, de tal forma que sin un sistema liberal no hay democracia. La prueba de ello es una paradoja tan simple como evidente: un partido comunista puede concurrir a unas elecciones en una democracia liberal, pero nunca un partido liberal podría presentarse a esas mismas elecciones en un país que hubiese implantado un sistema comunista, porque para que la democracia funcione necesita de unos contrapesos independientes que se limiten mutuamente: los consabidos poderes legislativo, ejecutivo y judicial, pero también el carácter fiscalizador de la opinión pública y la prensa, la autonomía económica de los individuos que no los haga depender necesariamente del arbitrio de los gobernantes, etc., en definitiva, en necesario el ingrediente de la citada libertad individual de los ciudadanos, algo que en un sistema totalitario como es el marxista todos estos aspectos no son más que una quimera, y ello por mucho que el comunismo siempre haya apelado a la libertad en su lucha contra los fascismos, las dictaduras de diversa especie o el propio capitalismo, de ahí el distinto presupuesto moral al que nos referíamos al principio; pero ésta apelación en absoluto se compadece con la realidad del sistema allí donde ha conseguido implantarse.