En
referencia al libro de Ortega España
Invertebrada, quien fuera posiblemente su mejor discípulo, el también
filósofo Julián Marías, expone en España
inteligible. Razón histórica de las Españas, dos aciertos de interpretación:
“el primero, su visión de la formación de la sociedad española en sentido
pleno, nacional, como un sistema de incorporaciones;
el segundo, señalar como máximo peligro, contrario y siempre acechante, el particularismo”. Particularismo no
significa diversificación: para que entre un grupo de objetos pueda darse la
diversidad es premisa imprescindible la existencia del propio grupo. El término
particularismo va más por el de individualismo, en el sentido de obrar sin atender
a las normas comunes, a los parámetros de pensamiento, sentimiento y gobernanza
que ese grupo se ha dado.
El
plural Españas o las referencias a
las nacionalidades españolas, como en el siglo XIX comenzó a denominarlas Pi i Margall, han hecho fortuna
más allá de la historiografía nacional hasta el punto de ser recogidas por la
propia Constitución del setenta y ocho al reconocer en su artículo segundo el
derecho a la autonomía de las “nacionalidades y regiones”. Es normal que así
sea, porque la historia de España no es sino la historia de la suma de los
nuevos reinos que fueron forjándose en el periodo de la Reconquista, a lo largo
de la Edad Media. Esa misma historia nos muestra en su vertiente política
uniones pacíficas, conflictos, guerras de origen dinástico, victorias y
derrotas mutuas, etc., y en las económicas, sociales o culturales, pues algo
similar: proyectos comunes, flujos migratorios y de capitales, auges y
declives, prosperidad y hambrunas, generaciones literarias nacionales junto con
otras regionales,… en fin, lo normal en cualquier proceso de formación de un
Estado como no en difícil comprobar si damos un vistazo a la historia comparada
de Europa, porque, tengámoslo claro, nosotros no somos ninguna excepción ni
padecemos ningún tipo de maldición bíblica que nos esté determinando desde el
origen de los tiempos. En cualquier caso y siguiendo con Marías: “No se olvide
que los reinos españoles se mezclan e interpretan de tal forma, que cualquier
intento de separación tajante es una falsificación”.
En
estas estamos cuando en una región, o nacionalidad, o autonomía, como queramos
llamarle, básica en la configuración histórica de España como es Cataluña, está
en pleno auge en medios nacionalistas la reclamación del “derecho a decidir”,
en concreto, del derecho única y exclusivamente de los catalanes a decidir si
quieren o no seguir perteneciendo a España, con todo lo que esto lleva consigo.
En opinión de Fernando Savater , “El derecho a decidir que reclaman
los nacionalistas es en realidad el derecho a exigir que los demás no
intervengan en las decisiones sobre lo que consideran territorio exclusivamente
propio…. Se pide decidir sobre si los catalanes quieren seguir siendo
españoles, pero se prohíbe al resto de los españoles decidir sobre si quieren
seguir siendo catalanes… como legítimamente lo son ahora”, al final lo que
estamos discutiendo es si una parte del todo está suficientemente legitimada para
romper ese conjunto sin que el resto pueda opinar.
Cuando
hablamos en éstos términos puede parecer que lo que se ventila son cuestiones
inmateriales, etéreas, áreas únicamente de sentimientos o construcciones
teóricas difícilmente interpretables, pero no es así, porque junto a éstas, que
también, lo que tenemos delante son intereses concretos, y respecto a ellos, si
los demás españoles tenemos o no capacidad de decisión en cuestiones que nos
afectan muy directamente porque se refieren a las cosas de comer. Podríamos
citar infinidad de ejemplos pero nos quedaremos solo con tres: el corredor
mediterráneo, la red de trenes de alta velocidad y la red europea de
gaseoductos, todas ellas diseñadas desde un punto de vista del conjunto de la Nación
y que invariablemente circulan por territorio catalán y no, como podría haber
sido posible, por tierras aragonesas. Suponiendo una hipotética consulta y
decisión por parte de los catalanes en el sentido de independizarse de España
formando un Estado separado, y teniendo en cuenta que ello conllevaría el
establecimiento de restricciones al tráfico por su territorio y en cualquier
caso dependencia a la voluntad de su gobierno, ¿no tenemos derecho los
valencianos, murcianos o andaluces a opinar sobre algo que tan directamente
afectaría a nuestra economía?, ¿en base a qué derecho constitucional o
consuetudinario Cataluña puede limitar nuestra capacidad de decisión en asuntos
que nos son vitales?, ¿por qué hemos de confiar nuestros intereses en los
mismos que día sí día también, han estado enarbolando la insultante pancarta
del “Espanya ens roba”?
La
Europa actual es fruto de una profunda reflexión surgida sobre los rescoldos
aún calientes de la Segunda Guerra Mundial: en demasiadas ocasiones las guerras
y los conflictos entre las naciones europeas han asolado pueblos y haciendas; visto
que la supremacía política de unas sobre las otras es temporal porque el final
el ciclo vuelve a empezar atizado por el fantasma de los viejos agravios,
cedamos de una vez por todas soberanía nacional a un nuevo ente común, la
Europa política unida, de manera que las diferencias se resuelvan alrededor de
una mesa en que todos opinen y cuyas decisiones a todos afecten. Se trataba de
reconocer cada uno en su propia nación aquello que Ortega argumentaba para la
suya: “España es el problema, Europa la solución”. Desde entonces, cada vez que
una parte de ese todo ha perdido soberanía, ha sido por la trasferencia
efectuada a la Europa unida y nunca al revés, el todo ha condicionado a la
parte, nunca la parte al todo, convirtiéndose dicha estrategia en garantía de
paz y prosperidad, más allá de los pesimismos puntuales que puedan darse.
Si
diésemos por buena la petición del nacionalismo catalán sobre su particular
“derecho a decidir”, estaríamos desandando el camino recorrido con tantísimo
esfuerzo desde la década de los cuarenta, y abriendo unos frentes que tanto ha
costado cerrar. Ese peculiar “derecho a decidir” no es, como intentan
convencernos, una manifestación democrática, sino bien al contrario, una
traición al sistema jurídico y político sobre los que se asienta la democracia
europea. Reclamar ese privativo derecho de decidir de unos sobre los demás, en
el justo momento en que a una parte le interese, y contraponiendo esa decisión a
otras anteriores adoptadas democráticamente y que se han plasmado en todo un
cuerpo jurídico, no es sino una pueril manera de intentar romper el sistema a
través del más rampante de los populismos.