domingo, 19 de diciembre de 2021

Respeto a la diversidad

 

Muchas palabras cambian de significado con el paso del tiempo y a muchos hechos los llamamos de manera diferente a como lo hacíamos antes, son modas que, como en todo, también afectan al vocabulario. Es lo que ocurre con la expresión “respeto a la diversidad”, el hecho no es nuevo, por mucho que algún ingenuo, cargado con la siempre estúpida mochila del adanismo lo pretenda, pero sí la forma de nombrarlo, y ello, apuntemos anticipadamente, muy en línea de lo que se ha venido a llamar lo políticamente correcto. Veamos.

Diversidad es para cada uno de nosotros aquello que uno no es: si yo soy blanco, quien es negro, o gitano, o asiático, mes es diverso; si yo soy homosexual, aquel que es heterosexual me es diverso; si yo camino con normalidad, alguien que necesite para desplazarse una silla de ruedas, me es diverso, y así cualquier diferencia física o psíquica que se nos ocurra. Mostrar respeto, hacia las personas diferentes en realidad es lo que toda la vida hemos llamado educación, una palabra de amplio significado, que incluye mostrar empatía en la relación social, y ciertas normas de urbanidad que siempre mejoran el trato con el prójimo. Reconozco que, si puedo elegir, prefiero las palabras antiguas para referirme a las “cosas”, aquellas que ofrecen un significado claro, después de haber pasado el filtro de gustos pasajeros. Cuando decimos educación, envidia, maestro, crimen, caridad, sacrificio, … sabemos de qué estamos hablando, sin necesidad de aclaraciones subjetivas. Es lo que ocurre en mi opinión con “respeto a la diversidad”, que si necesita de esas aclaraciones, porque… ¿todo lo diverso es respetable? Para llegar a alguna conclusión bueno será seguir con los ejemplos referidos, y ello, sin necesidad de profundizar demasiado para el propósito que nos ocupa.  

Durante el presente siglo todo hace pensar que la raza humana, o una parte geográfica, política o social de ella, evolucione exponencialmente a través de la manipulación del ADN, hasta lograr un grupo de “super humanos”, que someterán más si cabe, a aquellos otros humanos “no mejorados”. No se trata de meras suposiciones sino de conjeturas científicas ciertas, y aunque el primer propósito público sea sin duda bienintencionado, no podemos obviar los riesgos; como nos advierte Stephen Hawking en su libro póstumo Breves respuestas a las grandes preguntas, “No podemos ver la posibilidad de curar las enfermedades de las neuronas motoras, como mi ELA, sin vislumbrar sus peligros”. Es algo que por otra parte ya intentó en su momento, con gran escándalo mundial, el régimen nazi, y que ahora sin embargo nos parece prometedor. Pues bien, llegado el caso, que llegará, ¿deberemos ser respetuosos hacia una nueva raza clónica, que nos domine y nos sojuzgue, por el hecho de sernos diversa?

Una opción sexual, históricamente practicada es la de la pederastia, la inclinación erótica hacia los niños y el abuso sexual que se comete con ellos, de hecho, la propia palabra viene del griego paiderastía, y de la misma encontramos ejemplos en buena parte de la literatura clásica. Cuando proclamamos el respeto que toda práctica sexual nos merece, ¿hemos reparado en la repugnancia que a las gentes de nuestra cultura nos supone esa conducta?

Las minusvalías son posiblemente las circunstancias ante las que más sensibilidad mostramos todos, sean físicas o psíquicas, tal y como hemos mencionado en el ejemplo. Sin lugar a dudas la psicopatía en una enfermedad de la mente, no tengo claro si de tipo genético o en algunos casos adquirida en el proceso de culturización de la persona, en cualquier caso, una psicopatía puede ser el origen de una conducta criminal naturalmente rechazable, ¿hasta donde ha de llegar el respeto a la diversidad psicológica cuanto estamos en frente de una persona con esta “enfermedad”?

Es posible que los ejemplos parezcan exagerados, pero en mi opinión valen para una conclusión a la que desde hace tiempo le voy dando vueltas, y es que el lenguaje al que nos hemos referido como políticamente correcto, aquel que expresa un buenismo ampliamente aceptado por la sociedad por lo que tiene de receta fácil, y que entre otras cosas supone un cierto (en ocasiones agudo) señalamiento público para quien no lo profesa, en realidad lo que está haciendo es privarnos de elementos reflexivos sobre problemas reales y complejos, que parecen querer resolverse con toda una batería de frases hechas que ni lo solucionan, porque no van a la raíz del conflicto, y además añaden, aunque la pospongan, frustración para la colectividad. Sería interesante examinar desde este prisma, sin duda controvertido, algunas de esas recetas fáciles a problemas difíciles tan abundantes, las recetas y los problemas, en este tiempo que nos ha tocado vivir, pero mientras tanto ojalá ninguna convención social, venga de donde venga, nos prive de sentido crítico.

domingo, 14 de noviembre de 2021

PENSAR ESPAÑA, de Juan Pablo Fusi

Una parte importante del pensamiento español, a partir fundamentalmente del último tercio del siglo XIX, ha circulado alrededor de la propia idea de España. También antes, desde Quevedo a Larra, pasando por Feijoo o Jovellanos, pero la diferencia es que a estos lo que les preocupaba eran los defectos de su Patria, aquello que necesitaba para estar a la altura de los tiempos que marcaba Europa, sin embargo, después de lo que se habla ya no es solo de características, sino de la propia esencia de esa Patria. Ignoro si en otros países se ha dado semejante plantel de intelectuales dándole vueltas alrededor de lo que son o de donde son, pero aquí la verdad es que los ha habido y de mucho peso, y quizás sea por ello que con el tiempo se ha ido creando un poso de autocrítica realmente original, y esto, que por supuesto no es malo en sí mismo, más bien al contrario, no debería sin embargo impidirnos discernir sobre la realidad de los acontecimientos. Ya nos advertía Joaquín Bartrina, precisamente en esa misma época, aquello de que si se oye a alguien hablar mal de España, es que era español, de ahí que no nos sorprenda que seamos nosotros mismos los que más nos hemos creído las abundantes falsedades de la leyenda negra, mucho más incluso que quienes se las inventaron. No dejemos de leer a este respecto a John H. Elliott y a Stanley G. Payne, entre otros muchos.  

  

Juan Pablo Fusi acaba de publicar Pensar España (Arzalia Ediciones, 2021), un texto en el que intenta poner al día todo ese pensamiento a lo largo del siglo XX. Lo inicia precisamente con una cita de Ortega, sin duda uno de los que mejor han sabido interpretar los intrincados vericuetos de nuestro carácter: “El español que pretenda huir de sus preocupaciones nacionales será hecho prisionero de ellas diez veces al día, y acabará por comprender que para un hombre nacido entre Bidasoa y Gibraltar es España el problema primero, plenario y perentorio” (“La pedagogía social como problema político”, 1910)Es cierto, pero inmediatamente nos viene a la cabeza aquella otra reflexión suya sobre los excesos al abordar este asunto: “¿Cuándo concluirá en España esta inocente manía panegírica? Miremos que el verdadero patriotismo nos exige acabar con ese ridículo espectáculo de un pueblo que dedica su existencia a demostrar científicamente que existe. ¡Provincianismo! ¡Aldeanismo!” (El Espectador II, 1917). Concluyamos pues que España es para los españoles una preocupación digna de ser tenida en cuenta, con seriedad y calma, pero atendamos la invitación orteguiana de huir de la frivolidad, de interpretaciones parciales dictadas desde la sombra del campanario, de vernos arrastrados en ese torbellino últimamente tan de moda de cuestionamiento de la propia existencia a través de tergiversaciones históricas interesadas, que descuidadamente tomamos como serias pero que difícilmente superan el umbral de lo ridículo. 

 

Inicia su libro Juan Pablo Fusi con Ortega y Azaña, dos pensadores “…con proyectos sin duda discrepantes. Pero con un fundamento intelectual común: la preocupación por España como Estado y como nación”.  Si para Azaña la necesidad era crear un Estado moderno, fuerte y verdaderamente nacional, que preservase la unidad de España y asegurase la preeminencia de ese Estado, Ortega echaba de menos una “verdadera emoción nacional”, un nuevo nacionalismo que nos librase de las “emociones provinciales locales”, siendo como era España una “circunstancia” íntimamente emparejada con su “yo”, a la que había que salvar para salvarse a sí mismo. En realidad no es difícil llegar a la conclusión de que, aún por distintos caminos, el fin de los dos era el mismo. A partir de ahí, el autor repasa la impresionante vida intelectual de principios del siglo XX que culminó en la Segunda República; la desolación de la Guerra Civil con la pregunta clave que lanza Julián Marías de ¿cómo pudo ocurrir?, y su frase lapidaria del resultado de la contienda en la que unos fueron justamente vencidos y los otros injustamente vencedores; los “espacios de libertad” que a partir de la década de los sesenta van abriéndose paso hasta llegar a la exitosa Transición, y así hasta el final de la centuria. Es probable que sobre algún capítulo, dedicado más a hechos históricos que a pensamiento propiamente dicho, y que falten muchos autores que dedicaron buena parte de su obra a la reflexión serena sobre España, pero los que figuran lo están por merecimiento propio: Unamuno, Baroja, Azorín, Machado, Brenan, Raymond Carr, Savater, Semprún, y así un largo etcétera hasta llegar a Julián Marías, en nuestra opinión el más convincente de los discípulos de Ortega, para quien el particularismo de muchos de nuestros intelectuales pudo llevar al error de interpretar de forma negativa la totalidad de nuestra historia, como posiblemente ocurrió, apuntamos nosotros, con buena parte de los autores del 98. Llegada la Transición, es cierto que Marías expresó dudas respecto al texto de la Constitución al tiempo que ocupaba el puesto de Senador por designación real, en concreto por la idea que parecía subsistir de que España era un Estado conglomerado de nacionalidades y no una Nación perfectamente definida, sin embargo siempre mostró una absoluta confianza en el poder de la cultura y de los intelectuales de esos años para devolver, para poner el destino de la Nación en las manos de todos los españoles, auténticos responsables de su futuro. La obra de Marías: España ante la historia y ante sí misma (1898-1936); España inteligibleRazón histórica de las Españas y Cervantes, clave españolaLos españoles, etc., fue una continua reflexión sobre “¿Qué es España?”, aclarándonos de antemano que “Una sociedad es un sistema de vigencias: usos, creencias, ideas, estimaciones, proyectos con los cuales el individuo se encuentra y con los cuales tiene que contar” (España inteligible, 1985). En todo este elucubrar Marías no estuvo solo, contó con la colaboración extraordinaria de su esposa Dolores Franco, tempranamente fallecida, autora de España como preocupación (Alianza Editorial, 1988), un libro que, aunque Fusi no lo recoja en el suyo, nos parece imprescindible en cuanto compendio de la historia intelectual de España que a lo largo de los siglos se ha hecho esa misma pregunta, ¿qué es España?, ¿porqué aún hoy nos duelen sus indolencias y sus desvaríos, cuando los hubo?, ¿por qué no felicitarnos de las grandes gestas históricas, que nuestros antepasados protagonizaron en bien de la humanidad?

 

La reflexión en torno a la idea de España sigue abierta, por eso acierta Juan Pablo Fusi con su libro, que no es sino una invitación a seguir los pasos de quienes nos precedieron con sus ideas, ahora ya abiertos a este nuevo siglo XXI.  

domingo, 10 de octubre de 2021

Los ecos del mal

El 7 de junio de 1968 en una carretera cerca de Tolosa, Javier Echevarrieta, de 23 años, mató de un tiro al Guardia Civil José Pardines, de 25 años, fue el primer crimen de ETA, iniciándose una carrera terrorista que en pocos años se convertiría en el principal problema al que tendría que enfrentarse la joven democracia española. Tras algo más de cinco décadas, con casi un millar de asesinatos, heridos, familias destrozadas, y un traumatismo social que ha marcado al conjunto de España, sobre todo al País Vasco, podemos preguntarnos con Juan Pablo Fusi (Pensar España. Arzalia ediciones. 2021), ¿cómo pudo ocurrir?, violencia, ¿para qué?; pero también ¿qué idea, que memoria nos va a quedar de esa experiencia?

 

Acabada la violencia de las bombas y las pistolas, no por voluntad de los asesinos sino por la acción paciente y decidida del Estado, es cierto que en el País Vasco los herederos políticos de ETA, que antes fueron sus cómplices, intentan seguir imponiendo el relato de la lucha justa, de la liberación del pueblo oprimido, de la heroicidad de sus gudaris, pero solo desde el fanatismo, la obsesión enfermiza o la ignorancia se pueden creer lo que ellos mismos dicen. En cualquier caso ese relato, el tener una idea clara de lo que sucedió durante todos esos años, nos importa a todos, porque al final es lo que quedará cuando nuevas generaciones vayan ocupando nuestro lugar. Descorazona que en una encuesta realizada hace unos meses entre los más jóvenes, un alto porcentaje de ellos no supiese quien fue Miguel Ángel Blanco, aquel sencillo concejal del PP en Ermua con cuyo asesinato quizás la banda terrorista empezó a perder su batalla. 

 

Durante todo este tiempo, muchos ensayos han abordado la cuestión desde diferentes puntos de vista; especialmente acertados nos parecen El bucle melancólico, de Jon Juaristi o Contra las patrias, de Fernando Savater (repárese en que los dos autores son vascos), aunque hay donde elegir para quien quiera introducirse en el tema. Con todo, sabemos que donde mejor se expresa el hálito de las sociedades es en el relato novelado, en ese narrar historias a través de personajes reales o ficticios con los que, hoja a hoja, los lectores vamos empatizando, haciendo nuestras sus andanzas. 

 

Es una buena noticia que últimamente estén publicándose novelas, de esas que además calificaríamos como de nuestra mejor literatura, donde la tragedia provocada por los crímenes de ETA aparece formando un fondo escénico sobre el que discurre su trama, una especie de sustrato del que van creciendo y desarrollándose las diversas historias y que provocan como una lluvia fina que nos  empapa hasta llegar a nuestro subconsciente, obligado acaso sin darse cuenta a discernir el bien del mal, ese mal que aún hoy nos acongoja pero que por higiene social nunca podremos olvidar. 

 

Sin duda la novela que por el extraordinario éxito logrado tras su publicación en 2016, marca un antes y un después en este nuevo fenómeno literario es Patria, de Fernando Aramburu; a partir de ahí otras han seguido ese mismo camino ensanchándolo más si cabe: hablamos por ejemplo de El mal de Corcira, de Lorenzo Silva, y Tomás Nevinson, de Javier Marías. En ambas la trama principal, la de la novela negra con todos sus vericuetos de la que Silva es maestro, y la de la duda ante la posibilidad de matar a quien supones que de no hacerlo seguirá haciendo daño, discurre sobre el recuerdo de ETA, y junto a él aldabonazos que nos sobresaltan, que nos empujan bruscamente a la reflexión: “…también es habilidad de los asesinos minimizar o borrar sus crímenes….No les cuesta apenas, en las sociedades cómplices y avergonzadas”. 

 

Si leer siempre es un buen asunto para nuestra propia salud mental, hacerlo escuchando los ecos que tiempo atrás provocaron los sonidos sórdidos y trágicos del mal, obligados a reflexionar, a detener nuestra lectura para llegar al fondo del mensaje literario, se convierte, y quizás sea lo más importante de esa lectura, en una auténtica necesidad vital que como sociedad democrática no podemos pasar por alto. 

domingo, 22 de agosto de 2021

Leer a Manuel Chaves Nogales

Han tenido que pasar muchos años, demasiados, para que podamos tener en nuestras manos la obra completa de Manuel Chaves Nogales, el periodista y escritor nacido en Sevilla en las postrimerías del siglo XIX, que se tenía por “eso que los sociólogos llaman un pequeño burgués liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria”. Los cinco tomos que recogen su obra han sido editados en 2020 por Libros del Asteroide; a ellos y a cuantos acometieron la difícil tarea de recopilar todos sus escritos, nuestro más sincero agradecimiento.

 

Hijo de periodista, Nogales encontró el máximo reconocimiento de la profesión a los pocos años de trasladarse con su familia a Madrid, obteniendo los premios más importantes y llegando a dirigir alguno de los periódicos de mayor difusión en la época. Periodista de reportajes, escritor de novelas y relatos cortos, entrevistador de algunos de los personajes más influyentes de su época tanto en el mundo de la política como en el de la cultura, fue testigo directo de la que sin duda sería la época más negra de España y de Europa. Pero pese a todo este bagaje es posiblemente el más desconocido de los autores de su generación, y cuando se lee su obra no es difícil adivinar por qué.   

 

A Chaves Nogales lo conocíamos, quienes lo conocíamos, por su celebre A Sangre y Fuego, sin duda uno de los mejores libros de relatos de la Guerra Civil. Escrito desde su exilio voluntario a principio de 1937, muestra con crudeza la realidad del conflicto desde su “única y humilde verdad”, que no era sino “un odio insuperable a la estupidez y a la crueldad” que describe, y en la que “Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que se partieran España”. En un país que mirase su historia con objetividad e inteligencia, sin el eterno rencor de los hunos contra los hotros, la lectura de ésta obra sería obligada en para todo bachiller y su prólogo debería escucharse y comentarse ya en las escuelas. Por desgracia no es nuestro caso. Si el franquismo silenció inmisericorde la obra de Nogales, los historiadores de la nueva “memoria histórica” trabajan incasables por hacernos olvidar lo que no les gusta ni les conviene, como acertadamente advierte Trapiello en uno de los prólogos de la edición.  

 

Cuando vas a enfrentarte a la lectura de casi tres mil quinientas páginas, que son las que reúnen estas Obras Completas, sueles buscar, al menos ese en nuestro caso, aquellas que a primera vista parecen más atractivas, pero he de confesar que, tras leer el primer volumen (1915-1929), es un propósito difícil de cumplir: no hay relato, no hay artículo de periódico, no hay narración que no sea una profundización en los mas íntimos vericuetos del carácter personal de su protagonista, y por lo tanto con el atractivo suficiente para pararse en él. Imprescindibles sus Biografías ejemplares de algunos grandes hombres humildes y desconocidos: el echador de café, el hombre que al morirse se da cuenta de que siempre le faltó ser niño, o la Historia del hombrecito de no nació, nos conmueven y nos invitan a la reflexión por partes iguales, y nos ofrecen perspectivas nuevas, ocurrentes, formas inéditas de escribir un relato. 

 

Manuel Chaves Nogales siempre nos dice la verdad de una manera que además no puede dejar de ser en cierto grado melancólica, y lo hace de forma que es imposible que no nos la creamos porque su relato está basado en evidencias que sutilmente se vuelven irrebatibles, incluso cuando se trata de relatos de ficción, y eso es así porque no se para en las apariencias, en el cascarón que envuelve a cada uno, sino que va al origen de todo, a lo auténtico. Cito de nuevo a Trapiello para advertir que con su lectura Nogales nos empuja a atrevernos a saber, él que se atrevió a contarlo, incluso cuando cruelmente el rojo de la sangre se mezclaba con el azul de la tinta.