Han pasado más de treinta años desde la aprobación de la actual Constitución, promulgada el 29 de diciembre de 1978. Con ella se levantó el pilar fundamental del proceso conocido como la transición española, a través del cual se moduló el cambio político desde un estado autoritario a otro democrático. Si hay una palabra que puede adjetivar el proceso seguido esa es la de consenso. Efectivamente, desde el primer momento, los máximos representantes del sentir popular unieron sus esfuerzos en lograr un sistema político en el que todos los españoles se sintiesen representados, desde los mandatario del régimen de Franco que, no lo olvidemos, contaba aún con un inmenso apoyo popular en esos momentos, hasta los políticos que habían sufrido el exilio o, encontrándose en España, no habían podido ejercer y proclamar sus postulados políticos.
Con las excepciones que se quiera, la verdad es que en general unos abandonaron su posición de poder a favor de un nuevo sistema democrático sin apelaciones a la resistencia, que sin duda nos hubiese llevado por una senda traumática y peligrosa, mientras que los otros renunciaban a un ajuste de cuentas en el que seguramente habían soñado a lo largo de sus vidas. Muchos nombres nos vienen a la memoria para ratificar estos hechos, pero quedémonos a simple título de inventario con tres, en primer lugar con el rey Juan Carlos I, sucesor de Franco por voluntad propia en la Jefatura del Estado, que sigilosamente día tras día, había conseguido sumar apoyos a su inequívoca idea de democratizar el país, hasta hacer creíble su plan a la inmensa mayoría de la oposición; en segundo lugar Adolfo Suarez, que desde la Secretaria General del Movimiento, última referencia política del falangismo en el régimen de Franco, se convirtió en el primer presidente de la democracia, logrando la aprobación de la Ley de Reforma Política en 1976 por las propias Cortes franquistas, lo que de hecho suponía la liquidación del régimen que esas mismas Cortes representaban, y en tercer lugar Santiago Carrillo, cuya actuación en la Guerra Civil le convertía en la auténtica bestia negra a los ojos de los seguidores franquistas, pero que en aquellos momentos desde la dirección del Partido Comunista, representaba como nadie el sentir de la oposición al régimen de Franco, que aceptó públicamente, en un acto visualmente difícil de olvidar para quienes tuvimos el privilegio de presenciarlo ante las pantallas de la televisión, la monarquía y sus símbolos, bandera e himno, que también lo habían sido durante los cuarenta años de franquismo.
Hasta ese momento la historia del constitucionalismo español se había manifestado de forma harto inestable. Efectivamente desde la constitución aprobada por las Cortes de Cádiz en 1812, pionera en el liberalismo político en cuanto a que solo tenía los precedentes de la de 1787 de EEUU y 1791 de Francia, hasta la de 1978, ocho textos constitucionales, más otros dos aprobados pero que no llegaron a entrar en vigor, en 1856 y 1873, además de las siete Leyes Fundamentales de la época de Franco, reflejan una inestabilidad jurídica que es fiel reflejo de la inestabilidad política de los siglos XIX y XX en España.
Pero si esto es así, si damos como buena esta inestabilidad, bien estará que nos preguntemos las causas de la misma. Para muchos autores, y hago mía esta tesis, el motivo de la poca perdurabilidad de las distintas leyes constitucionales hay que buscarlo en primer lugar en las excesivas influencias exteriores en cuanto a las ideas políticas, dado que España quizás, tras sus momentos álgidos en la historia llegados de la mano de los Austrias y de los primeros reyes Borbones, no ha tenido un cuerpo intelectual y social lo suficientemente fuerte como para dotar de originalidad sus propuestas, en competencia con las nuevas potencias británicas, francesa, alemana y finalmente americana.
Quizás por los mismos motivos España no ha conseguido ser un Estado lo suficientemente fuerte, institucional y políticamente hablando, que garantizase la estabilidad general, independientemente de los avatares políticos del momento. Y finalmente, y como consecuencia de esto último, las distintas ideologías gobernantes casi siempre han querido imponerse a las que estaban en la oposición, y así sucesivamente. Esta último es, en mi opinión, la más grave de las causas de la inestabilidad y cuyo reflejo se vislumbra claro en nuestra historia constitucional: a la Constitución liberal de 1812, le siguió el conservador Estatuto Real de 1834, a éste le siguió la de 1837 que recupera ciertas libertades anteriores,… así hasta la Constitución de la II República de 1931, que recogiendo las ansias de cambio mayoritarias de los españoles, plantea reformas ambiciosas y en cierto modo revolucionarias, muchas de las cuales lejos de consolidar las adhesiones al régimen, provocó el rechazo de grandes sectores de la población.
Desde este punto de vista, todo hacía indicar hasta hace muy poco, que por fin se había abierto en 1978 un nuevo camino en la historia de esta vieja nación que es España. Lo proclamado en su artículo primero nos introduce definitivamente en el grupo de países modernos e ilusionados por su futuro, “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.
Pero desde mi punto de vista, una pieza ha quedado suelta en los últimos treinta y un años en nuestro engranaje político. Se trata, es fácil de suponer, de la “Organización Territorial del Estado”, según reza el Título VIII de la Carta Magna. El estado, según el citado título, se organiza en municipios, provincias y comunidades autónomas, y según el punto segundo del artículo 138, “Las diferencias entre los Estatutos de las distintas Comunidades Autónomas no podrán implicar, en ningún caso, privilegios económicos y sociales”. Con la crisis económica que en estos momentos sufrimos se impone una reflexión en torno al modelo del Estado de las Autonomías; deberemos pensar si nuestra economía es capaz de soportar el brutal peso burocrático que han ocasionado, o si por el contrario deberíamos replantearnos la gestión conjunta por parte del Estado de muchas competencias que con la descentralización no han contribuido a solucionar problemas y sí a engordar nuestro déficit público. Sé que el camino recorrido es de muy difícil retorno, aunque éste sea parcial, porque las ansias nacionalistas no han hecho más que aumentar muchas veces desde la irracionalidad. Pero con todo, deberemos pensarlo.
Con las excepciones que se quiera, la verdad es que en general unos abandonaron su posición de poder a favor de un nuevo sistema democrático sin apelaciones a la resistencia, que sin duda nos hubiese llevado por una senda traumática y peligrosa, mientras que los otros renunciaban a un ajuste de cuentas en el que seguramente habían soñado a lo largo de sus vidas. Muchos nombres nos vienen a la memoria para ratificar estos hechos, pero quedémonos a simple título de inventario con tres, en primer lugar con el rey Juan Carlos I, sucesor de Franco por voluntad propia en la Jefatura del Estado, que sigilosamente día tras día, había conseguido sumar apoyos a su inequívoca idea de democratizar el país, hasta hacer creíble su plan a la inmensa mayoría de la oposición; en segundo lugar Adolfo Suarez, que desde la Secretaria General del Movimiento, última referencia política del falangismo en el régimen de Franco, se convirtió en el primer presidente de la democracia, logrando la aprobación de la Ley de Reforma Política en 1976 por las propias Cortes franquistas, lo que de hecho suponía la liquidación del régimen que esas mismas Cortes representaban, y en tercer lugar Santiago Carrillo, cuya actuación en la Guerra Civil le convertía en la auténtica bestia negra a los ojos de los seguidores franquistas, pero que en aquellos momentos desde la dirección del Partido Comunista, representaba como nadie el sentir de la oposición al régimen de Franco, que aceptó públicamente, en un acto visualmente difícil de olvidar para quienes tuvimos el privilegio de presenciarlo ante las pantallas de la televisión, la monarquía y sus símbolos, bandera e himno, que también lo habían sido durante los cuarenta años de franquismo.
Hasta ese momento la historia del constitucionalismo español se había manifestado de forma harto inestable. Efectivamente desde la constitución aprobada por las Cortes de Cádiz en 1812, pionera en el liberalismo político en cuanto a que solo tenía los precedentes de la de 1787 de EEUU y 1791 de Francia, hasta la de 1978, ocho textos constitucionales, más otros dos aprobados pero que no llegaron a entrar en vigor, en 1856 y 1873, además de las siete Leyes Fundamentales de la época de Franco, reflejan una inestabilidad jurídica que es fiel reflejo de la inestabilidad política de los siglos XIX y XX en España.
Pero si esto es así, si damos como buena esta inestabilidad, bien estará que nos preguntemos las causas de la misma. Para muchos autores, y hago mía esta tesis, el motivo de la poca perdurabilidad de las distintas leyes constitucionales hay que buscarlo en primer lugar en las excesivas influencias exteriores en cuanto a las ideas políticas, dado que España quizás, tras sus momentos álgidos en la historia llegados de la mano de los Austrias y de los primeros reyes Borbones, no ha tenido un cuerpo intelectual y social lo suficientemente fuerte como para dotar de originalidad sus propuestas, en competencia con las nuevas potencias británicas, francesa, alemana y finalmente americana.
Quizás por los mismos motivos España no ha conseguido ser un Estado lo suficientemente fuerte, institucional y políticamente hablando, que garantizase la estabilidad general, independientemente de los avatares políticos del momento. Y finalmente, y como consecuencia de esto último, las distintas ideologías gobernantes casi siempre han querido imponerse a las que estaban en la oposición, y así sucesivamente. Esta último es, en mi opinión, la más grave de las causas de la inestabilidad y cuyo reflejo se vislumbra claro en nuestra historia constitucional: a la Constitución liberal de 1812, le siguió el conservador Estatuto Real de 1834, a éste le siguió la de 1837 que recupera ciertas libertades anteriores,… así hasta la Constitución de la II República de 1931, que recogiendo las ansias de cambio mayoritarias de los españoles, plantea reformas ambiciosas y en cierto modo revolucionarias, muchas de las cuales lejos de consolidar las adhesiones al régimen, provocó el rechazo de grandes sectores de la población.
Desde este punto de vista, todo hacía indicar hasta hace muy poco, que por fin se había abierto en 1978 un nuevo camino en la historia de esta vieja nación que es España. Lo proclamado en su artículo primero nos introduce definitivamente en el grupo de países modernos e ilusionados por su futuro, “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.
Pero desde mi punto de vista, una pieza ha quedado suelta en los últimos treinta y un años en nuestro engranaje político. Se trata, es fácil de suponer, de la “Organización Territorial del Estado”, según reza el Título VIII de la Carta Magna. El estado, según el citado título, se organiza en municipios, provincias y comunidades autónomas, y según el punto segundo del artículo 138, “Las diferencias entre los Estatutos de las distintas Comunidades Autónomas no podrán implicar, en ningún caso, privilegios económicos y sociales”. Con la crisis económica que en estos momentos sufrimos se impone una reflexión en torno al modelo del Estado de las Autonomías; deberemos pensar si nuestra economía es capaz de soportar el brutal peso burocrático que han ocasionado, o si por el contrario deberíamos replantearnos la gestión conjunta por parte del Estado de muchas competencias que con la descentralización no han contribuido a solucionar problemas y sí a engordar nuestro déficit público. Sé que el camino recorrido es de muy difícil retorno, aunque éste sea parcial, porque las ansias nacionalistas no han hecho más que aumentar muchas veces desde la irracionalidad. Pero con todo, deberemos pensarlo.