Colmados
como estamos por los best sellers con que continuamente nos acosan las
editoriales, encontrar un libro de un autor ya muerto y por lo tanto exento de
la promoción propia de entrevistas y premios, o de figurar como un “abajo
firmante” de mil panfletos reinvindicativos, encontrar digo, un libro original
en su escritura, directo, de una tremenda sinceridad en el fondo y en la forma, es sin
duda un soplo de aire fresco que cualquier lector aficionado agradece.
Ese
es el caso de La Forja de un Rebelde,
de Arturo Barea (Badajoz, 1897 – Inglaterra, 1957), que en realidad no es en
absoluto desconocido, pero tampoco popular en los tiempos que corren, pero
además no es un libro, sino tres: La
Forja, La Ruta y La Llama. Se trata de una autobiografía novelada en la que
el autor nos presenta primero su infancia y juventud en un Madrid pueblerino y
grande, “Era un mundo de risas de la gente moza y de llantos de chicos y
viejos, en un coro de blasfemias y de picardías como sólo ya se podían
encontrar allí, o en los libros tan viejos como la calle”; pero también las
dudas y las respuestas de la juventud, “Regreso a Madrid, sigo yendo a la
iglesia en el colegio y con mi tía. Pero ya no puedo rezar”. A riesgo de equivocarme diré que de los tres,
éste primero es el más fresco y sencillo, una auténtica gozada.
En La Ruta, el autor narra su paso por el
ejército del norte de África en las filas del Tercio. Son los duros años de las
guerras con las cabilas marroquíes mandadas por el legendario Abd-el-Krim.
Profundiza Barea en los motivos de la contienda a base de aquello que ve y
escucha: los intereses económicos y mineros de los altos mandos y una parte de
la burguesía, y también las pequeñas triquiñuelas en las que siempre se
llevaban la peor parte lo simples soldados rasos. Como siempre, lo mejor el
lenguaje sencillo y directo, solo un pequeño pero que se incrementará en el
tercer libro: la justificación de sí mismo por el carácter autobiográfico de la
obra, lo que en cualquier caso, no es lo más importante literariamente hablando.
Cierra
la trilogía La Llama, en el
escenario el Madrid republicano donde Barea forma parte de una clase media
acomodada, su afiliación al partido socialista y la guerra civil. Por la época
es posiblemente la parte más sugerente; pero también porque nos ofrece un testimonio
en primera persona, siempre interesante, de importantes acontecimientos como la
huida del Gobierno hacia Valencia en las primeras semanas del conflicto, y de
cómo se vivió por los que aguantaron en su sitio, aunque como es el caso de
Barea, saliese de España antes de su finalización, psíquicamente destrozado por
lo que dejaba atrás: “Ya no controlaba las emociones que me regían; su trama de
había deshilachado… Tenía miedo a la tortura que precede a la muerte, del
dolor, de la mutilación, de la putrefacción en vivo y del terror…”
La obra, cinematográfica hasta el punto de que
en 1990 se estrenó una serie para la televisión con el mismo nombre, es un testimonio personal y sencillo de una
época interesante y desgarradora por partes iguales, llevada a cabo con una
narración original, sin concesiones a lo superfluo, vigorosa. Es quizás, como
alguien la ha calificado, la menor novela escrita desde el exilio y una de las
diez mejores tras la Guerra Civil, en opinión de García Márquez.