Hay
autores, y libros, que siempre hay que tener a mano. Acuciados por las
novedades de escritores contemporáneos y sobre todo por los superventas (best sellers para los ingleses) que las
editoriales anuncian a bombo y platillo, podemos estar dejando en los anaqueles
de nuestras bibliotecas o en los estantes de la sección de libros de bolsillo
de las librerías, auténticas joyas que no nos podemos perder.
Creo
que en parte el mal nos viene desde el bachillerato: obligados a estudiar a
Góngora, Quevedo, o a leer un interminable Quijote, una vez aprobados los
exámenes parece como que aquello podemos olvidarlo. Nuestra mejor literatura se
convierte así en una prueba más que hay que superar y una vez logrado,
descansamos no volviendo a ella.
Es
una lástima que quizás la falta de un buen maestro no nos diese en su momento
las cualidades suficientes para saborear los versos de Fuente Ovejuna, o la
emocionada filosofía de las coplas de Manrique, o los lances heroico-amorosos
del Tirant lo Blanc.
Hay
que volver a los clásicos, sumergirnos en el mundo realista de Galdós, atreverse
de nuevo con una lectura plácida del famoso hidalgo de La Mancha, subirse a los
líricos lomos de Platero, sentir en fin, el profundo placer de la lectura antigua.