Hoy
hemos podido refrescar las imágenes de aquella noche berlinesa. Creo que era el
Ministro del Interior de la República Democrática de Alemania quien anunciaba
primero que no se reprimiría el paso de disidentes hacia la parte Federal; a
partir de ahí, miles de alemanes de ambos lados se encontraron ante el
dramático Muro de la Vergüenza, como lo había calificado Willy Brandt siendo
alcalde de Berlín, unos para saltarlo, otros para darles la bienvenida y al
final todos para derribarlo. Picos, martillos, palas, todo valía en una tarea
que significaba pasar de la desolación, de la represión, del comunismo en su
peor versión, a la libertad.
La
caída del muro de Berlín hace hoy justo veinticinco años supuso la señal más
plástica del derrumbe de los regímenes comunistas en Europa, el final de una
silente pero trágica guerra fría iniciada tras los rescoldos de la Segunda
Guerra Mundial. Todos pensábamos en aquel momento que nada sería igual en el
futuro, que por fin Europa en particular y el mundo en general habrían
aprendido la dolorosa lección de la que durante décadas fueron tristes protagonistas.
Durante estos veinticinco años la Europa democrática se ha hecho más grande,
nuevos países, entre ellos España, se han unido a un club en el que a cambio de
soberanía, se garantizaba un futuro lleno de prosperidad, de paz y de
libertades. Hoy, por desgracia, el panorama que se atisba en el medio plazo es
distinto. La guerra de los Balcanes primero, el actual conflicto en Ucrania, la
ascendente tensión entre Rusia y el resto de países europeos, los
desequilibrios aparecidos durante la crisis económica y el incremento de los
sentimientos nacionalistas, así como los nuevos populismos de diferente vitola,
deben ser un motivo de preocupación y reflexión para todos los europeos.
El
azar (no creo que estuviese planificado) ha querido que el aniversario de la caída
del Muro de Berlín haya coincidido con el simulacro de referéndum promovido por
los partidos independentistas en Cataluña, en lo que desde mi punto de vista es
el mayor órdago nunca lanzado contra la unidad del Estado y la paz en Europa, dado el efecto contagio que puede tener. Curiosa coincidencia,
el valor simbólico del derrumbe de fronteras con el deseo ultramontano del
levantamiento de otras nuevas. Ya nos hemos referido a que la primera batalla
que se gana o que se pierde es siempre la de las palabras, y hay que reconocer
que dando por bueno el “derecho a decidir de un pueblo”, unos han ganado mucho
y otros, en la misma proporción, han sido en ese punto derrotados.
Se
quiera vestir como se quiera, aceptar que unos pueden decidir sobre algo que es
de todos, significa consentir que la mayoría no tiene derecho a opinar sobre
algo que le pertenece, y que ese derecho se pierde a favor de una minoría,
quizás más organizada, acaso más vociferante, pero en cualquier caso, minoría.
En otras palabras y ya está bien de buenismos estúpidos: cada vez que los
nacionalistas catalanes apelan a su derecho a decidir sobre la unidad de
España, con las consecuencias históricas, sociales, culturales, económicas,
etc., que eso supone, nos están robando al resto de los españoles ese mismo
derecho, nos están despojando de la más importante cualidad de ciudadanía que
es la igualdad democrática, nos están convirtiendo en ciudadanos de segunda,
inferiores en derechos y superiores en obligaciones, no están, digámoslo de una
vez, insultando, menospreciando y ofendiendo, porque su reclamación de un
derecho supone simple y llanamente la obligada renuncia de ese mismo derecho por
parte del resto.
Pero
la gran pregunta en estos momentos es que hacer. Los errores cometidos ya los
sabemos todos: el inicial activismo social y político de una minoría
nacionalista frente a la actitud “vaga” del resto; la debilidad tradicional de
la idea de España sobre todo en amplios sectores de la izquierda política que,
al contrario de lo ocurrido hasta prácticamente la guerra civil, ligaba la idea
de lo español con lo fascista; el
sistema electoral favorable a las minorías nacionalistas en detrimento de los
partidos con vocación nacional; el permanente chantajeo y la imperdonable
dejación de los partidos mayoritarios, PP y PSOE, que año tras año negociaban
el apoyo puntual de sus iniciativas parlamentarias a cambio de nuevas
trasferencias de carácter permanente; la renuncia más absoluta e incomprensible
de esos mismos partidos a favor del gobierno autonómico catalán en el
ejercicio de todas las competencias de educación, los medios de comunicación,
etc.; la permisividad ante el reiterado incumplimiento por parte del gobierno
autonómico de las leyes y las sentencias judiciales en temas como la lengua y
la libertad en su uso; la construcción de las principales vías de comunicación de
España con el resto de Europa, por carretera o ferroviarias, de las grandes
conexiones eléctricas o gasísticas y tantas otras infraestructuras siempre a
través de Cataluña o del País Vasco, sin acometer un gran corredor aragonés,
al albur de las presiones de los políticos nacionalistas que sabían del poder
que así lograban; en definitiva, la permanente abdicación, la más absoluta
falta de respuesta del Estado, en su estamento político pero también en el social,
ante la iniciativa constante, persistente y eficaz de las élites políticas
nacionalistas.
Sinceramente
creo que, a no ser que España en su conjunto y principalmente sus representantes
políticos, opte por la aceptación de una derrota en su versión más cobarde, el “choque
de trenes” está servido. Mañana los sectores soberanistas que han impulsado la pseudoconsulta, aunque ésta carezca de
las mínimas garantías democráticas, se mostrarán en estado de éxtasis ante su
éxito; el Presidente del Gobierno seguirá con su tradicional calma chicha,
minimizando los efectos de dichos resultados; el secretario general del PSOE continuará
con sus apelaciones al federalismo y la reforma de la Constitución, sin querer entender
que los independentistas ya no están es eso. A corto plazo no veo solución que
no sea traumática para todos, aunque no me atrevo a puntuar en qué grado. A
largo plazo, y coincidiendo con la idea de Spengler de que la nación está fundada sobre una idea, creo que hay mucho trabajo
por delante, de generaciones, para intentar unir cabos, para que la idea de lo
español incluya también a los catalanes, como a los vascos o los valencianos
(ojo con las futuras presiones que nos vienen encima con lo de els països catalans). El Estado deberá
ser fuerte y los grandes partidos tendrán que estar dispuestos a pactar entre
ellos para no permitir más cesiones de soberanía y en la medida que se pueda,
recuperar las que se le han hurtado. No son permisibles más acomplejamientos,
más miedos, más palabras sin contenido. Hará falta inteligencia y capacidad de
diálogo, pero sabiendo a las claras a quien se tiene enfrente y cuáles son sus
propósitos.