Larra es, junto a Espronceda y Zorrilla, el máximo representante
del romanticismo español. Hijo de padre afrancesado sufrió de niñez el
destierro, pero cuando volvió a España lo hizo con plena conciencia de que pese
a todo, éste era su sitio. El escritor romántico representa la genuina
corriente hiperautocrítica que tanto ha fructificado entre nosotros. Para la
Generación del 98, Larra será de los primeros en sentir la “angustia española”
que produce el ansia de regeneración no satisfecha. Como pocos, tendrá una idea
clara sobre lo que se debe hacer, y sufrirá por los obstáculos, por el peculiar
carácter, por los intereses que impiden que la sociedad española se transforme
como debiera.
Vemos como Larra critica alguno de los vicios perennes del
español. Lo hace en muchos de sus artículos publicados en El pobrecito hablador:
“Los aduladores de los
pueblos han sido siempre, como lo aduladores de los grandes, sus más
perjudiciales enemigos; ellos les han puesto una venda en los ojos, y para
usufructuar su flaqueza les han dicho: lo sois todo.”… “…el deseo de contribuir al bien de nuestra
patria nos ha movido a decir verdades amargas”. Todo un antecedente del “amo
a España porque no me gusta”, que exclamarán muchos regeneracionistas del
siguiente siglo. O también “La pereza es
la verdadera intriga; os juro que no hay otra; ésa en la gran causa oculta: es
más fácil negar las cosas que enterarse de ellas”.
Pero Larra además, será testigo del nacimiento de una de las
peores herencias que el fallido siglo XIX nos dejará, el de las dos Españas; lo
dice en su famoso El día de difuntos de 1836. Fígaro en el
cementerio:
“Aquí yace media
España: murió de la otra media”. “Aquí
el pensamiento reposa, en su vida hizo otra cosa”