Llego a Conrad
(1857-1924) de la mano de Pérez Reverte, al que en varias entrevistas le he leído
su devoción literaria, movido no por la simple sugerencia sino por el rastreo
de los antecedentes de un contemporáneo al que sigo. Un par de libros, de los
que de momento solo he leído uno, dirán si vale la pena o no meterse a saco con
el autor.
El argumento
de la novela es sencillo: un viejo pirata, un lobo de mar que se ha pasado la
vida jugándosela en los más lejanos mares, decide a la vejez descansar sobre
tierra firme, para lo que elige el pequeño villorrio en el que su madre le
trajo al mundo, en la orilla francesa del Mediterráneo. Un perceptible olor de
sangre seca recuerda los tenebrosos días del gran terror revolucionario,
Scevola, el sans-culotte que se hizo
cargo de la hija de dos de sus víctimas, encarna el rencor y el odio apagado
pero incapaz del arrepentimiento; Catherine, la joven víctima estigmatizada por
sus vecinos, el amor y la esperanza. Peyrol, el corsario impenitente y cansado,
la honradez, el sentido común y la sabiduría de la ancianidad dispuesta en un
sorprendente giro al final del texto, a la última heroicidad de su baqueteada
vida.
La evolución
de la historia es impecable, y detalles como que la biografía de los distintos
personajes se nos vaya presentando de manera dosificada conforme se va
desarrollando la trama demuestran la calidad de la obra y la sobrada solvencia
de su autor, no en vano se trata de la última novela que escribió. Conrad se
vale de una prosa rica con abundante vocabulario, con una jerga marina aplicada
en su justa medida, sin que falte ni sobre una sola palabra; una riqueza de
lenguaje en fin, que tanto echamos a veces de menos o tan impostado se nos
presenta en demasiadas ocasiones en muchas de las novelas actuales.
Toda novela de
aventuras necesita de un gran final para que sea completa, un final mejor
cuanto más inesperado resulte, porque en mayor medida nos dejará esa sensación
de alivio después de una trepidante carrera. En El pirata Conrad lo consigue, la muerte del protagonista es la
condición necesaria para que el engaño perpetrado al enemigo, la flota inglesa
comandada por el almirante Nelson, sea creíble. ¡Como nos trae al recuerdo este
final con el que Clint Eastwood protagoniza en Gran Tonino!
El pirata, y eso es lo que iba buscando,
encarna el estereotipo de hombre duro, aparentemente sin escrúpulos, fiel
solamente consigo mismo o como mucho con una Hermandad de gentes de su misma calaña, pero que al final resultan
de una coherencia apabullante, dignos representantes del género humano, con un
corazón que no les cabe en el pecho. Se entiende la admiración de Reverte hacia
el autor polaco del que indudablemente es digno discípulo, a la vez que
concluimos que desde los clásicos, todos los grandes rasgos de la condición
humana están expresados y como mucho a los escritores posteriores solo les
queda la habilidad en la repetición.