Hay libros testimoniales, libros que son como una inmensa
acta notarial que certifican los odios y los miedos, los anhelos y las
decepciones de toda una época; la última novela de Fernando Aramburu es sin
duda uno de ellos.
La historia se desarrolla poco después de que la banda
terrorista ETA anunciase el fin del uso de las armas. Dos familias vascas,
euskaldunes, vecinas de un pequeño pueblo del interior de Guipúzcoa que en otro
tiempo habían compartido intima amistad, hace años que vieron truncada su
relación tras el asesinato de uno de sus miembros, el Txato, un pequeño empresario que no pudo calmar las exigencias del
impuesto revolucionario que los terroristas le exigían, y el posterior apresamiento
de Joxe Mari, el hijo del otro matrimonio, miembro de la banda, encarcelado a
causa de una larga condena por los crímenes cometidos.
La novela se desarrolla en una sucesión de pequeñas
escenas representadas en capítulos cortos de no más de seis páginas, lo que le
concede una grata agilidad que permite al lector retener en la memoria
escenarios distintos pero complementarios, en la medida que enfrentan dos
realidades trágicamente opuestas, la de la familia de la víctima y la de la
familia del verdugo, cuya tragedia se agranda más si cabe precisamente por la
cercanía que las circunstancias les imponen.
Es un acierto del autor no inmiscuir en los papeles
principales a personajes ajenos al País Vasco, porque de esta manera evita
tópicos que distraerían la comprensión de la situación vivida en esas tierras
durante tantos años, desde la cobarde colaboración de muchos: “…el caso es difamar y meter miedo. Fulano
hace un poco, mengano hace otro poco y, cuando ocurre la desgracia que han
provocado entre todos, ninguno se siente responsable porque, total, yo sólo
pinté, yo sólo revelé donde vivía, yo sólo dije unas palabras que igual
ofenden, pero, oye, son palabras, ruidos momentáneos en el aire. De la noche a
la mañana mucha gente del pueblo empezó a negarles el saludo.”; la cómplice
justificación de la violencia por una parte muy significativa de la iglesia
vasca, representada por el cura del pueblo: “Quítate las dudas y los remordimientos de la cabeza. Esta lucha
nuestra, la mía en mi parroquia, la tuya en tu casa, sirviendo a tu familia, y
la de Joxe Mari donde quiera que esté, es la lucha justa de un pueblo en su
legítima aspiración a decidir su destino.”, “¿Acaso
ha manifestado Dios que no desea vascos en su presencia?..., sobre nosotros
recae la misión cristiana de defender nuestra identidad,…” y no sobre ese
“…Goliat, con su tricornio en la cabeza y
sus torturadores en sótano de cuartel…”, hasta llegar a íntimo decaimiento
del terrorista moralmente derrotado: “Parecía
tranquilo, pero la suya era la tranquilidad del árbol caído. Su soledad
deliberada, la de un hombre cada día más cansado. Y tanto como cansado,
escamado. Sus cavilaciones, las de una conciencia en la que poco a poco habían
dejado de sonar consignas, argumentos, toda esa chatarrería verbal/sentimental
con la que durante largos años él había oscurecido su verdad íntima. ¿Y cuál
era esa verdad? Cuál va a ser. Pues que había hecho daño y había matado. ¿Para
qué? Y la respuesta le llenaba de amargura: para nada. Después de tanta sangre,
ni socialismo, ni independencia, ni pollas en vinagre. Abrigaba la firme
convicción de haber sido víctima de una estafa”.
El
contenido de la novela es tan rico y el momento de su publicación tan oportuno,
que su excelente calidad literaria queda en segundo lugar al lado de la significación
social de su contenido, de su contundente alegato moral: una sociedad rota por
la violencia, que pese a todo aspira a la reconciliación, aunque solo sea a
través del abrazo sin palabras que sus dos principales protagonistas femeninas,
Bittori y Miren, son capaces de darse pese a tener que esperar al último
párrafo de libro, casi al último momento de su vida.
Estamos, como hemos dicho al principio, ante una novela
testimonial que necesariamente tenía que escribir un vasco, con protagonistas
vascos, representantes cada uno de ellos si se quiere de un arquetipo social
distinto, pero que ojalá se vea acompañada de otras muchas, y de cine, y de
obras de teatro, y de relatos históricos que muestren a las claras como ha sido
la triste historia de una época llena de sangre y acogotada por el sufrimiento,
porque al final de nada habría servido todo ese dolor si el relato de lo ocurrido
acabasen por dictarlo los verdugos. Patria
es sin duda una lectura ineludible, al menos, para todos los que hemos vivido
con angustia y durante tantos años, la peor cara del fanatismo nacionalista.