domingo, 15 de octubre de 2017

OLIVER TWIST, de Charles Dickens

Si a un siglo se le pudiese calificar por la importancia que un determinado género literario tuvo en él, sin duda el XIX sería el gran siglo de la novela; efectivamente, si como se dice el Quijote representó el nacimiento del género, sería a lo largo del llamado Siglo de las Revoluciones cuando este modo narrativo eclosionaría de la mano de autores tan fundamentales como Zola, Stendhal, Dickens, Dostoievski o Tolstoi, por citar solo algunos, sin olvidar para nada a los españoles Clarín, Pardo Bazán o Pérez Galdós entre otros.  

Digo Siglo de las Revoluciones entendiendo que el XIX y a estos efectos, no se constriñe estrictamente a la centuria, sino que realmente empieza en 1789 con la Revolución Francesa y no termina hasta la Revolución Rusa de 1917, desde la victoria de los burgueses frente a los aristócratas a la de los proletarios frente a los burgueses, pasando por la decisiva Revolución Industrial a partir de la cual se desatarían toda una serie de insurrecciones sociales y políticas que transformarían el mundo material, pero también, o sobre todo, los paradigmas intelectuales ya de manera definitiva.    

La novela del XIX es fundamentalmente realista, con sus momentos costumbristas sobre todo al principio y su naturalismo posterior, porque lo que hace es describir todo aquello que en la sociedad está ocurriendo, y tantas cosas interesantes pasaban al mismo tiempo que no se necesitan fantasías añadidas, la imaginación es innecesaria, basta relatar la vida, los hechos tal y como ocurrían delante del perspicaz observador, porque quizás nunca mejor que entonces, la realidad era tan potente que sobraban las conjeturas.

Este es el ambiente en que Charles Dickens escribe Oliver Twist, y la obra es un ejemplo de las inquietudes y los cambios de la época. Dickens se atreve a presentar al gran público británico, aún embebido en el deleite del selecto ambiente victoriano, la sordidez de la sociedad londinense del momento, los lupanares donde jóvenes queman sin esperanza sus vidas, criminales sin escrúpulos que malviven en barrios mal olientes y míseros, niños abocados a la delincuencia  con final más que probable en la horca, etc., pero todo esto lo hace sin dotar de matices la personalidad de los personajes; en Oliver Twist quien es malo es malo y quien es bueno es bueno, no hay término medio, hasta el punto de que en ocasiones se llegan a percibir ciertos toques caricaturescos en los comportamientos que llevan la escena hasta el abismo de la parodia, en la que afortunadamente nunca llega a caer. Quizás por todo esto, y por el minucioso detalle con que se describen esos ambientes, sea una novela tan cinematográfica; a buen seguro que todos recordamos versiones realmente esplendidas.  

El texto supone una crítica evidente a la manera en que vive una parte de la sociedad, la más desfavorecida, la de los famélicos niños que padecen un régimen de orfanato que lejos de protegerles les hace sufrir de manera inmisericorde, pero Dickens no lleva esta crítica al terreno de lo reinvindicativo, de la protesta, de la demanda de responsabilidades, se conforma con señalar como culpables a los propios encargados del hospicio, a las gobernantas o a los celadores que malviven en el nivel más bajo de la sociedad acomodada, míseros personajes al fin y al cabo, conformados con llevar de manera precaria un sobrero de tres picos y el bastón, signo de autoridad sobre los menesterosos a su cargo. La novela no adopta pues el carácter social que veremos en muchas de sus contemporáneas, en modo alguno se la podría calificar como tal, limitándose a ofrecer unos mensajes moralizantes que pese a todo no le libraron de la crítica del establishment.

Nadie que pretenda, ya no entender, sino simplemente disfrutar de la buena literatura que a día de hoy tan al alcance está de cualquiera, debería perderse esta parte esencial que supone la rica novelística del XIX. Al menos una docena de autores son imprescindibles, y Dickens está entre ellos.