Si no recuerdo mal, fue Ortega quien propuso una teoría de las generaciones cuya principal conclusión era que se entendían mejor abuelos y nietos que padres e hijos, porque entre estos últimos se activaba una especie de fuerza acción-reacción que a la postre venía a incrementar las afinidades entre generaciones alternas y las disminuía en las continuas, condenadas a enfrentarse y distinguirse una de otra. De un padre liberal, por ejemplo, saldría un hijo conservador, para volver de nuevo al nieto liberal, en una cadena que con las debidas adaptaciones circunstanciales llegaría al fin de los tiempos.
De esa manera, las características esenciales de una generación se repetirían en las números pares por un lado y en las impares por el otro, formando dos grandes grupos que compartirían, de manera separada, un mínimo común en la forma de ver y de entender la vida. La conjetura me parecía perfecta, y con ella he defendido variados argumentos en amables discusiones de amigos cuando nos poníamos manos a la obra, a la dura tarea de arreglar el mundo. Y siempre resultó ser un argumento convincente.
Pero algo falla, inquieto caigo en la cuenta de que quizás sí, algo pueda haber que vincule a todas las generaciones que en la historia han sido, pares e impares, diestras o siniestras, pacíficas o guerreras,…y que por lo tanto las hace menos diferentes: se trata del desencanto.
¿Qué generación no está desencantada consigo misma cuando ha pasado suficiente tiempo como para volver la vista atrás?, ¿hay alguna a la que no se le hiele la sangre cuando llegado el momento de ese giro de cabeza no se ahoga con un sentimiento de frustración?, ¿a alguien se le ocurre alguna? Quienes vivieron la revolución del 68 renegaron de ella pasados escasos diez años; quienes colmados de idealismo ganaron la guerra, se decepcionaron porque con el tiempo comprobaron la temporalidad de sus verdades eternas; muchos de los que pergeñaron la Transición, se lamentan ahora de una democracia que les parece imperfecta, raquítica ante la grandeza de sus ilusiones. Hasta los protagonistas de La buena vida de David Trueba sienten esa misma sensación cuando dos décadas después se encuentran en Casi 40, ¿alguien ha visto alguna vez una película con este argumento en la que ocurra lo contrario?
¿Qué falla de manera tan reiterada?, pues no se, quizás en el momento vigorosamente juvenil de la vida en el que todo proyecto parece estar al alcance de las manos, nos hemos creído más fuertes que nuestros antepasados, quizás creíamos que nuestro compromiso con las grandes tareas era superior al mantenido por nuestros abuelos, en una suerte de adanismo congratulador que solo acaba cuando invariablemente nos hacemos lo suficientemente mayores como para tener que soportar de nuestros hijos la misma matraca con que nosotros abrumábamos a nuestros padres. De ser así la decepción no sería más que el estado avanzado de maduración de una fruta llamada utopía.