Han caído en mis manos durante las últimas semana dos libros a los que puede aplicárseles el calificativo de best sellers, si atendemos al éxito de ventas obtenido al momento de su publicación, uno actual y otro en la década de los años veinte del pasado siglo: se trata de Las Hijas del capitán, de María Dueñas, y Los cuatro jinetes del Apocalipsis, de Vicente Blasco Ibáñez, que en 1919 sería el libro más vendido en EEUU, y cuyo texto serviría de argumento a dos célebres películas, la primera de 1921, protagonizada por Rodolfo Valentino y la segunda de 1962, dirigida por Vicente Minnelli e interpretada por Glenn Ford. Sin pretender ser especialmente severo con el libro de Dueñas, que no comentaré, ahí se acaban desde mi punto de vista las coincidencias entre ambos: de la superficialidad de una literatura de masas que parece haber sido escrita por encargo, fruto de un estudio de mercado en poder del editor, a la hondura de un relato apasionante que nos sumerge en el ambiente social de Francia durante la Gran Guerra.
Para hablar de Los cuatro jinetes empecemos por advertir lo obvio para cualquier lector medianamente avezado en Blasco Ibáñez: se trata de un escritor con claras convicciones políticas, que las ejerció durante toda su vida, y que siempre están presentes en sus obras, por lo que no debe sorprendernos su habitual toma de partido. Así ocurre de forma obvia por ejemplo en La araña negra, pero también incluso en un libro de viajes como es En el país del arte. Con la publicación de Los cuatro jinetes del Apocalipsis, Blasco atiende a la sugerencia de M. Poincaré, a la sazón presidente de la República francesa, y ofrece la visión del conflicto en el momento de la batalla del Marme desde la óptica francesa y aliada, con duras referencias al bando germano, tan sugerentes y atinadas que consigue trasladar nuestro pensamiento a la siguiente tragedia europea provocada por Alemania nazi pocos años después.
La novela cuenta la historia de un francés prófugo, Marcelo Desnoyers, que huye a Argentina y cuya suerte le lleva a emparentar con el indiano español Madariaga, para el cual: “Sea por lo que sea, hay que reconocer que aquí se vive más tranquilo que en otro mundo. Los hombres se aprecian por lo que valen y se juntan sin pensar si proceden de una tierra u otra. Los mozos no van en rebaño a matara otros mozos que no conocen, y cuyo delito es haber nacido en el pueblo de enfrente…”, es decir, el primer planteamiento es comparar el estilo de vida de una tierra beatífica guiada por una especie de orden natural, con el viejo continente, transido por una larga historia llena de tragedias, y envenenado por crueles nacionalismos.
Con la fortuna del viejo Madariaga las dos ramas de la familia que a la postre se forman, la de los Desnoyers y la de los Hartrott, se instalarán respectivamente en Paris y Berlín, y a partir de ahí se nos presenta una nueva dicotomía, la de la democrática francesa con un ideal filosófico basado en “un cristianismo laico” y la germana, cuyo “cristianismo… lleva casco y botas de montar”. Será entonces cuando Blasco, en boca de un personaje que viene a representar el fondo sustantivo de la novela, el anarquista ruso Tchernoff, presenta con singular acierto a “los cuatro jinetes enemigos de los hombres…”, cuyos caballos malignos piafan con la impaciencia de la carrera. Se trata de una magistral traslación del texto bíblico al mundo contemporáneo, donde “La pobre humanidad loca de miedo, huía en todas las direcciones al escuchar el galope de la Peste, la Guerra, el Hambre y la Muerte”.
La novela presenta además diferentes planos que se yuxtaponen y la enriquecen, como la transformación que la guerra provoca en su personaje central, el hijo de don Marceo, Julio Desnoyers, al pasar de la vida frívola que todo lo colma a la responsabilidad como soldado en el frente, la abnegación de la despreocupada amante ante el sufrimiento que la rodea, el sacrificio de lo particular en defensa de la Patria atacada, todo en fin, argumentos a favor de un mundo, representado por Francia y sus aliados, en contra sinrazón que protagoniza el bloque germánico.
Es cierto que al final Blasco nos propone una escena sobre el montículo en el que reposan los restos de Julio, con su padre deseando la muerte, un mundo que acaba, y su hermana aspirando apasionadamente a la vida, un nuevo mundo que comienza, pero la verdad en que lo que en nuestra memoria queda son de nuevo las palabras de Tchernoff: “No, la Bestia no muere. Es la eterna compañera de los hombres. Se oculta chorreando sangre cuarenta años, sesenta… un siglo, pero reaparece. Todo lo que podemos desear es que su herida sea larga, que se esconda por mucho tiempo y no la vean nunca las generaciones que guardarán todavía nuestro recuerdo”.