Libertad es una palabra polisémica, significa distintas cosas,
pero no solo en atención al repertorio de acepciones del diccionario, sino
también, por un lado, al “presupuesto moral” o principios ideológicos de quien
la pronuncia, como veremos más adelante, y por otro, al sentido que a lo largo
de la historia le hemos ido dando. En su ensayo Libertad, la historia de una
idea, Josu de Miguel Bárcena habla de un “nervio central de la
libertad”, que a lo largo de los tiempos habría sido como un tortuoso
camino que, con sus dificultades, las distintas civilizaciones habrían seguido.
Inevitablemente De Miguel cita el discurso que Benjamín Constant pronunció en
1819 en el Ateneo de París porque, en cierta forma, sintetiza y aclara las
ideas de los revolucionarios franceses y americanos de finales del siglo XVIII,
y pone las bases para la implantación de los sistemas liberales a lo largo del
siglo XIX, una implantación que como sabemos, sería larga y dolorosa en el caso
de España. Vale la pena que nos detengamos en las palabras de Constant porque
nos ayudarán a entender mejor las cosas.
La distinción básica del discurso es la que hace entre la
libertad de los “antiguos” y la de los “modernos”. Tanto en la cultura griega
como en la romana, la idea de libertad está viva, pero se trata de un concepto
restringido, primero porque es cierto que en las asambleas públicas se deciden libremente
los asuntos de estado y las normas del funcionamiento social, pero en el ámbito
privado nadie es libre de actuar al margen de esas estrictas normas, lo que
reduce a los ciudadanos a una quasi esclavitud en lo que se refiere a
sus relaciones privadas; en palabras de De Miguel, “el ciudadano virtuoso
era a su vez un individuo anulado por la autoridad del cuerpo social”.
Además, solamente el selecto grupo que ostenta la condición de ciudadano puede
acceder a ella, pero para que éstos dediquen su tiempo al debate hace falta que
asalariados y esclavos, sin los derechos de los primeros, se encarguen del día
a día de la ciudad. Por último, el sistema representativo cuenta con escasos
vestigios en el mundo clásico, siendo básicamente un descubrimiento de los
modernos.
El mundo moderno por su parte lo forman Estados de mayor
tamaño al que tenían las ciudades-estado griegas, su principal misión ya no
será, como entonces, defensiva, y el comercio ha diluido la anterior necesidad
de estar constantemente en guerra, porque el resultado del trabajo y los
intercambios económicos ofrecen mayores beneficios que el conflicto permanente,
“la guerra es el impulso, el comercio el cálculo”, dirá Constant. La
economía en manos de los ciudadanos, privados de la ociosidad que el ya abolido
sistema esclavista les facilitaba, obliga al trabajo, y además a tener que confiar
en representantes que gestionen lo público, pero con una limitación
esencial: solo deberán hacer aquello que los ciudadanos, por sí mismos, no
puedan hacer. Este será el gran cambio de paradigma que la “libertad moderna”
impone: nunca lo público debería cercenar la libertad del individuo; “Nuestra
propia libertad debe consistir en el goce apacible de la independencia privada”,
añade. Es cierto que esta posición crea innumerables controversias, entre
ellas la dicotomía de libertad y seguridad, pero no es el caso de abordarlas en
este momento.
La idea de libertad que nos expone Constant, con el
significado de ser para cada cual “el derecho de no estar sometido sino a
las leyes, de no poder ser detenido, ni condenado a muerte, ni maltratado de
ningún modo, por el efecto de la voluntad arbitraria de uno o varios
individuos”, que se completará posteriormente con la Declaración de
Derechos Humanos y que, no dejemos de apuntarlo, debe una parte a nuestra
Escuela de Salamanca, es a la que De Miguel denomina “libertad liberal”,
un concepto político que adquiere carácter sistémico para la democracia.
Abreviando mucho la exposición, podemos decir que el siglo XX
ha contado con dos grandes corrientes de pensamiento político, si dejamos a un
lado la corta, pero no por eso menos cruel experiencia del fascismo italiano y
el nacional-socialismo alemán: la liberal, plenamente desarrollada desde su
aparición en la anterior centuria como hemos dicho, y la marxista, extendida
por buena parte del planeta a partir de los procesos revolucionarios de las
primeras décadas. Sin entrar a valorar el desarrollo de los regímenes
comunistas, no es difícil constatar que las llamadas “democracias populares”
que en algunos sitios intentaron implantarse, no fueron más que eufemismos vacíos
de contenido en tanto en cuanto faltaba, entre otras muchas cosas, el factor
clave de la libertad. Se entiende así mejor, desde mi punto de vista, la idea
de libertad liberal, porque no solamente los textos teóricos, sino la real
visión de la historia y del mundo que nos rodea, nos muestra que no es posible
la democracia sin la libertad individual de los ciudadanos, convirtiéndose así
el ideario político que la impulsa, el liberalismo, en la base del propio
sistema democrático del cual constituye condición sine qua non. Resumiendo,
podemos asegurar que el liberalismo no solamente es una opción política más en
liza con otras en cualquier sistema democrático, sino que es la propia base de
la democracia, de tal forma que sin un sistema liberal no hay democracia. La
prueba de ello es una paradoja tan simple como evidente: un partido comunista
puede concurrir a unas elecciones en una democracia liberal, pero nunca un
partido liberal podría presentarse a esas mismas elecciones en un país que
hubiese implantado un sistema comunista, porque para que la democracia funcione
necesita de unos contrapesos independientes que se limiten mutuamente: los
consabidos poderes legislativo, ejecutivo y judicial, pero también el carácter
fiscalizador de la opinión pública y la prensa, la autonomía económica de los
individuos que no los haga depender necesariamente del arbitrio de los
gobernantes, etc., en definitiva, en necesario el ingrediente de la citada
libertad individual de los ciudadanos, algo que en un sistema totalitario como
es el marxista todos estos aspectos no son más que una quimera, y ello por
mucho que el comunismo siempre haya apelado a la libertad en su lucha contra
los fascismos, las dictaduras de diversa especie o el propio capitalismo, de
ahí el distinto presupuesto moral al que nos referíamos al principio; pero ésta
apelación en absoluto se compadece con la realidad del sistema allí donde ha
conseguido implantarse.