A diferencia de lo que ocurre en Europa, el género biográfico no tuvo, hasta hace unos años, gran importancia en la producción ensayística española. Afortunadamente este vació se va poco a poco llenado con estudios mayoritariamente recomendables. El año pasado leí dos buenas muestras de lo que digo, una de ellas escrita por José Luis Ferriz sobre Miguel Hernández (Miguel Hernández. Pasión, cárcel y muerte de un poeta. Ediciones Temas de Hoy, 2010), y la otra obra del historiador Santos Juliá titulada Vida y tiempo de Manuel Azaña, 1880-1940 (Taurus, 2008), que es la que pretendo comentar.
Azaña es una de las personalidades políticas de mayor calado y sin duda más representativas de la II República Española, sin temor a equivocarnos creo que si del amplio plantel de personajes que intervinieron en la década de los treinta tuviésemos que elegir a uno en el que de forma más diáfana convergiesen las luces y las sobras de aquella experiencia política, Azaña sería el mejor ejemplo. Personalmente siempre me ha interesado su figura y no solamente por la vertiente política sino también por la literaria, no podemos dejar pasar obras como El Jardín de los Frailes, los Diarios, necesarios para comprender mejor los acontecimientos del momento, o Una velada en Benicarló, que tengo lista para leer lo más pronto posible.
A quienes hayan bosquejado algunos de los numerosísimos libros escritos sobre la República, quizás hayan caído en la cuenta de la adjetivación que se hace de Azaña como el gran jacobino del régimen. Me agradó encontrar hace un par de años la que posiblemente sea la primera vez en que se le adjudicó esa calificación: lo hizo Josep Pla en su época de cronista parlamentario (Ver La Segunda Repúblico Española. Una crónica 1931-1936. Josep Pla. Ediciones Destino 2006); en el artículo que publica en La Veu de Catalunya el 17 de octubre de 1931, se refiere a don Manuel como “la gran personalidad que ha surgido en este régimen. Es el jacobino integral, hombre frio, de tipo oriental, que habla como un médico chino debe de manejar el bisturí” (pág. 186). Efectivamente Azaña parecía tener claro el papel que la República debía desempeñar en la historia de España, a formarse esta idea sin duda le ayudaron sus experiencias anteriores, perfectamente detalladas por Juliá, como fueron sus primeros estudios en los jesuitas de El Escorial, la militancia en el Partido Reformista de Melquiades Álvarez, pero sobre todo la vida social y cultural desarrollada junto a los máximos exponentes de la intelectualidad española en el Ateneo de Madrid del que fue muchos años secretario.
Pero posiblemente sea esa idea cerrada, ese convencimiento de la trascendencia del momento, esa posición adanista, tan habitual por otra parte en la política española, la que le hizo perder la perspectiva de cuáles eran las circunstancias de la sociedad en aquel momento, a pasar por alto las creencias religiosas de una parte mayoritaria de la población, a estar convencido, como lo estaban Largo Caballero y Prieto, de que nunca debería permitirse a la derecha gobernar la República, aun ganando las elecciones, o a no tomar en consideración la deriva revolucionaria por la que los máximos representantes del régimen estaban escorando a aquella experiencia política.
Alejado del centro de decisiones durante la guerra aunque formalmente siguiese siendo Presidente de la República, fue casi al final partidario de buscar una paz honrosa aunque quizás nunca supo cómo hacerlo; ello le valió el enfrentamiento con el entonces presidente de gobierno Juan Negrín y con los comunistas. Dolores Ibarruri le calificará como “espíritu apocado” y José Diaz clamará advirtiendo que “En nuestro país, ni un minuto podría mantenerse en el Poder aquel hombre que siquiera pensara en la posibilidad de llegar a transacciones o compromisos con el enemigo”. El 4 de febrero de 1939, estando con su familia en el último pueblo de España, junto a la línea fronteriza con Francia, Azaña muestra una vez más su “completo desacuerdo con Negrín respecto a la oportunidad de proseguir la guerra y lamentó que sus frecuentes llamadas a la paz y las gestiones que había realizado para lograrla no hubieran tenido éxito”. Era demasiado tarde, probablemente las decisiones debían haberse tomado tiempo atrás, antes de que todo se torciera definitivamente con el golpe de estado de 1934, o incluso antes de que unos y otros viesen en el régimen un instrumento para hacer su revolución particular.
Azaña moría en una habitación del Hotel du Midi de Montauban el 3 de noviembre de 1940, enfermo y acosado por Serrano Suñer que pretendía su extradición a España para ser juzgado por los vencedores de la guerra. Atrás quedaba su invocación, que quedará definitivamente para la historia, de “la patria eterna que dice a todos sus hijos: paz, piedad y perdón”.
Como resumen, creo que el ensayo de Santos Juliá tiene el mérito de ofrecer un recorrido completo por la biografía del personaje, sin establecer periodos estancos sino relacionando unas etapas con otras. Especial importancia tienen los datos anteriores a 1931, menos conocidos hasta ahora, y que nos ofrecen una visión integral de Azaña, diferente a algunos estereotipos existentes. Es cierto que Juliá es en general generoso con Azaña, pero esto no quita un ápice al valor que la obra en su conjunto tiene.
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