domingo, 5 de febrero de 2012

El Prisionero del Cielo, de Carlos Ruiz Zafón


Antes de reparar en la técnica, cuando acabo de leer un libro atiendo primero a las sensaciones, me gusta relajarme un rato sin pensar en nada, saboreando el estado que me ha provocado la lectura recién terminada.  “Él la mira largamente y sonríe. –Te quiero –dice, y la besa, sabiendo que la historia, su historia, no ha terminado. Acaba de empezar”. Miro por el cristal tras el que una tupida e inesperada nevada viste de blanco los campos. Excelente, conmovedor, extraordinario,… esa es la sensación que me deja El Prisionero del Cielo.

Descubrí a Carlos Ruiz Zafón, como la inmensa mayoría de sus lectores, con La Sombra del Viento, aunque después he leído sus novelas para jóvenes (¡?) en la que ya apuntaba maneras. Con la tercera novela de la serie Zafón consigue atraparnos en una historia que cuenta con todos los ingredientes necesarios: intriga, misterio, emoción,… aderezados por unas gotas de descreimiento intelectual que tan agradables resultan. En El prisionero del Cielo, los personajes de La Sombre del Viento y de El Juego del Ángel van adquiriendo toda su dimensión dramática y humana, si es que al final no es lo mismo: Daniel Sempere, Beatriz Aguilar, Fermín, Julián Carax, el inspector Fumero, Isabella, Isaac Monfort, David Martín,… ninguno resulta prescindible, todos van tejiendo una historia que cuenta con la suficiente agilidad para saltar de las páginas de un libro a otro sin tener nada que ver en ello el orden en que se han publicado. Ahí está lo mejor de la técnica de Zafón, su inmensa capacidad creativa manifestada a través de unos personajes que se resisten al mero formato de la estructura de cada uno de los libros por separado. 

En las tres novelas hay muchos denominadores comunes: la ciudad de Barcelona, el Cementerio de los Libros Olvidados, pero sobre todo el amor a los libros, la literatura como anhelo superior que amalgama las distintas partes en un todo, “Me crié entre libros, haciendo amigos invisibles en páginas que se deshacían en polvo y cuyo olor aún conservo en las manos”,  clama La Sombra, “Ya en aquellos tiempos mis únicos amigos estaban hechos de papel y tinta”, responde El Prisionero, en lo que es un sublime tributo a las letras.

Hay que releer todos estos libros, pero también, como con los buenos vinos, hay que escoger el momento adecuado después de un sosegado reposo, esperaremos a la aparición del próximo con el que el autor cerrará el círculo.