Si tuviésemos que remontarnos en el tiempo en busca de un
autor que de forma clara comenzó a expresar su preocupación por la deriva que
la Nación iba tomando, nos encontraríamos posiblemente con Francisco de Quevedo
(1580-1645).
Quevedo conocía como pocos los entresijos de las Cortes de Felipe
III y Felipe IV, las improvisaciones, las envidias, las ambiciones personales
por encima de los intereses generales,…
Será casi al final de su vida cuando escriba uno de los
sonetos más recordados de nuestro Siglo de Oro. En El Desaliento todo parece avisarle de la muerte, pero también se
vislumbra el principio del fin del Imperio.
Miré los
muros de la patria mía,
Si un tiempo fuertes, ya
desmoronados,
De la carrera de la edad
cansados,
Por quien caduca ya su
valentía.
Salíme
al campo; vi que el Sol bebía
Los arroyos del hielo
desatados;
Y del monte quejosos los ganados,
Que con sombras hurtó su luz
al día.
Entré en
mi casa; vi que mancillada
De anciana habitación era
despojos
Mi báculo más corvo, y menos
fuerte.
Vencida
de la edad sentí mi espada;
Y no hallé cosa en que poner
los ojos,
Que no fuese recuerdo de la
muerte.