Pedro Laín Entralgo recoge en su artículo Europa y la Ciencia (1957), la
definición de Europa en base a un criterio genético, según el cual su formación
sería fruto de la combinación de cuatro “elementos radicales”: la Grecia
clásica, Roma, el cristianismo y la germanidad. A partir de ellos el continente
habría recorrido un “destino dramático” hasta llegar a una realidad sobre la
que el autor asevera que “no tiene así carácter geográfico, racial o
nacionalista –no es infrecuente, por desdicha, la visión “nacionalista” de
Europa-, sino funcional, operativo y humano. Allí donde las hazañas creadora,
asuntiva, educadora y oblativa sean cumplidas con universalidad y lucidez
intelectual, cualquiera que sean la situación geográfica y el color de la piel
del que las cumpla, allí se continúa la misión de Europa, allí sigue existiendo
Europa”. Europa sería según esta interpretación, instrumento y ejemplo civilizador
para todo aquel que, cualquiera que sea “el color” de su piel, quisiera seguir
su ejemplo.
Repárese que cuando Laín Entralgo escribía estas palabras, habían
pasado pocos años desde el final de la Segunda Guerra Mundial, cénit de la
explosión populista dramáticamente protagonizada por el fascismo y el
comunismo. A partir de entonces la tolerancia hacia el otro y el convencimiento
de que el antagonismo de nuestras ideas con las de nuestro vecino no era motivo
de cruel confrontación, hicieron madurar una democracia imperfecta quizás en
muchos aspectos, pero sobre la que quienes vivieron las dramáticas
consecuencias de la guerra depositaron todos sus anhelos “civilizadores”.
Pero pasa el tiempo y la quebradiza memoria humana nos hace
con frecuencia olvidar ciertos referentes esenciales. En mayo de este 2014 se
celebrarán elecciones al Parlamento Europeo, y aunque es cierto que para la
mayoría de la ciudadanía son unas elecciones menores posiblemente por la
lejanía con que percibimos el trabajo de ésta institución, pueden suponer, si
no lo evitamos, la puerta de entrada a nuevos populismos en el escenario
continental. En Austria, Grecia, Dinamarca, Francia, Noruega, etc., se
presentan partidos que se identifican por su raza, por su origen, por su
religión,… formaciones en cuya esencia reside la idea no de convivencia con las
opiniones diversas, sino de la de acabar con aquellas que le son contrarias;
de nuevo el populismo queriendo dejarse oír e influir. ¿Y en España?, para que
nadie me trate de parcialmente obsesivo con éste tema, me permito citar una
frase del economista y filósofo francés Guy Sorman, que comparto: “el populismo
en España avanza a través de las reivindicaciones independentistas, brutales en
el País Vasco y civilizadas en Cataluña, pero de la misma naturaleza
ideológica. Estos independentismos en España, en Francia …, al igual que en
Escocia y en el norte de Italia, como todo populismo, significan que la
democracia ya no nos permitiría vivir juntos y que debería trazarse una
frontera, cultural y étnica, entre Nosotros y el Otro”. En definitiva, desandar
el camino recorrido durante más de medio siglo.
El momento de crisis económica e institucional en que
vivimos es proclive a este renacer populista. En realidad sus líderes, es fácil
observarlo en cualquiera de sus discursos, no proponen soluciones a los
problemas del día a día, sino solamente críticas al “otro”, al que se le hace
responsable de todos sus males. Decir que “Espanya
ens roba”, o que los inmigrantes son los responsables del paro, o que la
pobreza es culpa de quien nos advierte de nuestro caótico endeudamiento, tiene
el denominador común de no querer asumir las propias responsabilidades y de
achacar a un enemigo imaginario nuestros problemas cotidianos. Un caldo de
cultivo propicio al populismo que solamente podremos vencer con un discurso
ilusionante en torno a una Europa democrática y sin fronteras.