El último número de Papeles
de Economía Española, editado por Funcas
(una de las pocas cosas buenas que quedan del casi extinto entramado empresarial
conformado por las Cajas de Ahorros), tiene el voluntarista título de “Las
Comunidades Autónomas dispuestas a crecer”. En él se hace un repaso siquiera
somero, de las principales características y circunstancias económicas en que
se encuentran las distintas autonomías de nuestro país, después de atravesar la
durísima crisis económica que aún colea. El referido a la Comunidad Valenciana
lo firman los profesores Salvador Gil Pareja, Rafael Llorca Vivero y Andrés J.
Picazo Tadeo. Vale la pena detenernos en sus reflexiones.
Históricamente Valencia, las tres provincias que forman la
Comunidad, se ha caracterizado por tener un nivel de vida superior a la media
nacional, situación que tiende a converger en la década de los sesenta del
pasado siglo, pero que desde entonces ha seguido un camino negativo hasta
situar la renta per cápita valenciana en 2014, en el 87’9 por cien respecto a dicha
media. El estudio se centra en el periodo 2000-2014, y encuentra como causas
por una parte el aumento de la población (en una tasa anual del 1’3%, pero que
hasta el 2007 fue del 2’4%) y en una caída del dinamismo económico. Por su parte
el PIB regional en términos reales fue para el mismo periodo del 1’1% de media
anual, con un fuerte incremento hasta el 2007, pero con una caída desde el 2008
superior en seis décimas en Valencia respeto a la media nacional. En cuanto al
empleo entre 2000-2007 el crecimiento fue en España del 3’5% anual frente al 3’7%
de Valencia, mientras que entre 2008-2014 la tasa nacional fue del -2’7% frente
al -3’5% de la valenciana, hecho que curiosamente contribuyó al aumento de la
productividad por puesto de trabajo, pero no por méritos ganados sino por una
simple disminución del divisor a causa de la pérdida de puestos de trabajo. Ante
éstos acontecimientos se ha generado en distintos ámbitos, un lógico debate a
cerca de la necesidad o no de introducir modificaciones en el modelo económico
valenciano, en el que participan los autores del estudio, y que nos obliga a
estar alerta sobre medidas que podrían nacer de la improvisación que suele
acompañar al adanismo propio de muchos dirigentes políticos. Es innegable que
si el modelo económico es poco productivo, como se deduce en el estudio, las
dos primeras medidas que se nos ocurren serían aumentar la cualificación
de la mano de obra e impulsar una potente política tecnológica, pero esto
solo es posible a largo plazo, y más si tenemos en cuenta la depauperada
situación en que se encuentran las arcas públicas, que podrían ayudar en este
sentido.
El estudio utiliza un acertado modelo matemático que, pese
a su simplicidad y el uso de pocos parámetros estadísticos, pone adecuadamente en
relación la estructura y el crecimiento económicos, comparando los datos de
Valencia, Madrid, Cataluña y la media española, y de donde se deduce que
solamente en la agricultura y la construcción la productividad valenciana es
mayor o parecida a la madrileña o catalana, en tanto que en la industria y los
servicios es notoriamente inferior, con el agravante de que nueve de cada diez
trabajadores valencianos lo hacen en estos dos últimos sectores. La primera
conclusión, importante, del trabajo es que no es tanto un problema del modelo
económico, que se considera básicamente aceptable, sino más específicamente de la
baja productividad del trabajo.
En las conclusiones los autores apuntan unas medidas,
todas ellas acertadas aunque quizás insuficientes, para revertir la situación,
comenzando por una básica que suele aparecer en muchas encuestas elaboradas por
los Colegios de Economistas de la región, y es modificar incrementándola, la reducida dimensión media de
las empresas valencianas: el 52’7% son autónomos sin trabajadores, mientras que
solo un 0’1% tienen entre 200 y 999 asalariados, unos datos que nos distancian
sensiblemente de Cataluña y sobre todo de Madrid. Como se pone de manifiesto, a
mayor dimensión empresarial más posibilidades de acceso a economías a escala, a
mejor financiación, mayor capacidad para la investigación, el desarrollo y la
innovación, más estabilidad y mejor formación y cualificación de los empleados,
mayor acceso a los mercados internacionales, menor vulnerabilidad ante
situaciones de crisis, y tras todo ello, mejora en la productividad del trabajo
y en el nivel de vida general de la sociedad. Las facilidades a la concentración
de empresas, tanto mercantiles como cooperativas, etc., y la atracción de
nuevas inversiones foráneas que promoviesen este fin deberían ser preocupaciones
prioritarias de quienes tienen las responsabilidades de gobierno.
Pero también entre las conclusiones figuran el aumento
formativo, tanto en las propias empresas como en un sistema educativo atento a
las necesidades laborales de las empresas; el impulso de una política
tecnológica promovida tanto desde el sector público como desde el privado en
estrecha relación; una mejora en las infraestructuras que faciliten la salida
de los productos hacia sus mercados naturales (corredor mediterráneo, mejor en
la conexión ferroviaria con Teruel y norte de España, etc.), y algo que sí pueden hacer desde los estamentos políticos como es una fuerte simplificación de
las medidas regulatorias y en la burocracia administrativa, así como, añadimos
nosotros, una legislación clara y estable que de confianza a los inversores eximiéndoles
de cualquier atisbo de inseguridad jurídica, completado con una unificación
legislativa hasta donde sea posible, en las disposiciones no ya de las
distintas autonomías, sino de los propios municipios, cuyas ordenanzas
urbanísticas e industriales en ocasiones parecen más propias minúsculos reinos
de Taifas que de poblaciones de un mismo país.