La vida tiene momentos con casi nada sobre la pantalla de
enfrente, en realidad así son muchos cuando estamos solos con la única
condición de que sepamos verlos, cuando el sonido se apaga y las voces por fin
callan, cuando el maldito escaparate de los tiempos modernos funde sus luces de
neón blanco y la niebla de lo etéreo somete nuestro entorno. A veces son
instantes únicos e irrepetibles que nuestra memoria de burócratas olvida con
pusilánime rapidez, a veces son repetitivos y por ello pacientemente
reivindicativos hartos de estar hartos de sufrir su insignificancia. Ahí los
tenemos, buenos o malos, quizás más malos que buenos conforme las arrugas se
hacen dueñas de nuestras manos y nuestras almas, pero ahí están al fin, tan
reales como la sombra que nos persigue.
Hay uno especialmente placentero, quizás, que los viejos
lectores reconocerán enseguida, y es esa media hora que en que uno despide el
libro que acaba de leer dejándolo, limpio ya del polvo que empezaba a
dominarlo, debidamente alineado en la librería de la que no se moverá en una
temporada quizás tan larga como una vida entera. Después vas mirando que
apetece echarte a la cara, y lo haces despacio, curioso, asumiendo la trágica decisión
de tener que elegir un compañero para unos días olvidando a los demás, que
esperarán con una paciencia infinita que tú nunca tendrías. Que fieles amigos
llegarán a ser esas hojas que alguna vez alguien ideó. No es bueno leer los
libros enseguida que se compran, al menos yo no suelo hacerlo, es mejor dejarlos
un tiempo para que reposen, para que nos vayamos acostumbrando a la mutua
compañía, para que se vayan haciendo un sitio en el nuevo paisaje de la
biblioteca a la que aportan su particular matiz y su propio olor de papel viejo
o nuevo, que eso depende de cada cual. Al final entras y sales y el nuevo
inquilino ya no te es extraño, la vista se ha acostumbrado por fin a la reciente presencia que se ha convertido en una más de la casa: ha llegado el momento de
incluirlo en la lista de los elegibles.
Pero la elección de la nueva lectura también es un
enfrentamiento de lo inagotable contra nuestra insignificancia, da miedo,
reconozcámoslo, poner frente a frente nuestra ignorancia con la sabiduría
infinita de siglos acumulada en unos cuantos metros de madera, puesta allí tras
el doloroso alumbramiento de quienes en algún momento garabatearon una hoja con
la tinta clara de su pericia, ¡y ahora nosotros nos permitimos el lujo de
elegir!, quizás no se trate más que de una ensoñación que nos facilita el autoengaño
de creernos importantes. Triste condición humana.
Pero elijamos: ¿leemos una realidad fantástica de aires
argentinos?, no, quizás mejor a la primavera para abrir nuevas inquisiciones; ¿algo
del 98?, no, tampoco, ¿acaso es necesaria más melancolía?; ¿algún libro
rabiosamente actual, de un par de años a esta parte quiero decir?, no…,
esperaremos a Zafón que es inmediato. ¿Una novela de la Guerra Civil?, quizás
no sé, hace meses que no las toco. Veamos: ¿Foxá, Umbral, Trapiello, Pisón…,
Barea?, hombre, Chaves Nogales, bueno no está mal, el otoño por lo visto va de
relecturas; A Sangre y Fuego, bien,
vamos a él: un meritorio Prólogo de un tercero y otro extraordinario del propio
“pequeñoburgués liberal” hastiado de todo y harto de los que “han provocado con
su estupidez y su crueldad monstruosas este gran cataclismo de España”. Leamos
despacio, acerquémonos al precipicio, huele a sangre y se siente la cólera y el
odio. Uf, quieto, dejémoslo aquí, de pronto caigo en la cuenta de que hace
pocas horas el corazón de alguien se ha roto por el seco golpe no de la
justicia sino del odio. Ya hemos tenido suficiente ración de nosotros mismos
por esta semana.
Mejor un extranjero, si, a ver..., Hesse, Malraux, Eco,,,, vaya ya lo tengo, Günter Grass, ese grandote alemán con bigotes y pipa que siempre fue, como nosotros mismos cuando soñamos, un niño bajito y cano, con pantalones cortos y rodillas magulladas, que va tocando por las calles un viejo tambor de hojalata,