Por el hecho de vivir sabemos de la “experiencia de ser único”: cada cual tiene sus gustos, sus creencias, sus afinidades y sus repulsiones. Pero esa misma experiencia también nos muestra el enfrentamiento de nuestra unicidad con el irremediable hecho de pertenecer a un común, a un colectivo que siendo formado por todos ya no es la simple adición de cada uno de sus componentes al fin diluidos. Una colectivo además al que por una parte pretendemos influir, pero que sin duda nos influye hasta convertirnos como poco en el “yo circunstanciado” que diría Ortega.
El dilema que esta dualidad provoca nos acompañará trágicamente hasta el fin de nuestros días, porque por más que queramos nadie estará nunca a salvo de esa interrelación con el grupo y de la influencia que proyectará sobre nosotros. Desde que nacemos alguien nos guiará, alguien nos educará, nos marcará las pautas de nuestra conducta, nos premiará cuando cumplamos con las coordenadas trazadas y nos sancionará cuando nos las saltemos, nos iremos pues convirtiendo en masa, hasta que seamos nosotros mismos los que, llegado el momento, contribuyamos a construir, a concordar, a educar y a castigar a los que detrás vengan.
Será la polis, por usar el término clásico, quien al final establezca sus normas, unas, en el mejor de los casos, fruto de la voluntas democrática del grupo, que se plasmarán en leyes y códigos de obligado cumplimiento, pero otras también en opiniones generalmente aceptadas, consensos sociales no escritos convertidos en auténticos caminos para las conciencias, en verdades de “obligado” cumplimiento a las que desde hace años hemos otorgado el nombre de políticamente correctas, en un uso tan contemporáneo como cargado de simplista superficialidad.
Construido el edificio de esas creencias y aceptado el encuadramiento, convendremos en aceptar que el colectivismo ha ganado al yo contemporáneo, al que solo le queda tomar conciencia de su infinita insignificancia, sensación que se afianzará conforme nos acercamos a la hora de nuestra muerte física, la espiritual quizás se haya producido bastante antes. Mientras tanto, tributo obligados a las comunidades modernas, habremos consentido el encuadramiento en forma de guarismo en la línea apuntada por Javier Gomá en su Aquiles en el gineceo, para el que, “las actuales sociedades complejas necesitan convertir al individuo en res externasusceptible de cuantificación”, tanto que hasta el número del documento de identidad será como uno más de la familia.
Pero este enfrentamiento dualista, ¿es bueno o es malo?, pues de todo un poco, como será fácilmente deducible por cualquiera de nosotros, pero lo que es seguro es que es inevitable. El siempre atinado Laín Entralgo, preguntándose por la posibilidad de que el hombre, al desasirse de la realidad presente y de la Historia quedase solo, asevera con rotundidad, “Esto es imposible, y con imposibilidad metafísica, porque la realidad del hombre… se halla constitutivamente abierta hacia “lo otro”. Entendemos a ese “otro” como la colectividad en la que vivimos.
Existiendo pues la dualidad, dándose la trágica relación entre los dos estados, y aceptada por irremediable la sumisión del individuo al colectivo, ¿cómo hacer más llevadera la batalla?, ¿cómo salvar mínimamente la libertad individual en un proceso que resultará al fin tan heroico como fracasado? No encontramos mejor camino que afianzando la autocrítica, el descreimiento razonado a lo que se nos propone, imponiendo el yo razonado al yo confiado, haciendo en cualquier caso del pensamiento ajeno un punto de partida en tránsito reflexivo, más que uno de llegada fácil y cómodo, pero ajeno a nuestro spiritus.
Partamos finalmente de otra opinión de Gomá para acabar en una conclusión abierta que no dudamos en calificar de incompleta. “El enemigo de la sinceridad es la sociedad que falsea y pervierte el ser auténtico del yo y lo esclaviza a las apariencias y las opiniones”. Añadamos así otro componente a la reflexión, el grupo/masa del que todos formamos parte hasta ser individualmente responsables de sus actos, “falsea y pervierte”, engaña, en ocasiones miente, impone opiniones interesadas al todo en beneficio de la parte. Si esto es así, al enfrentamiento aludido entre el yo individual y el nosotros grupo se añade ahora la cautela a no ser engañados, a que nos se nos conduzca por caminos ajenos a nuestros principios, a nuestras legítimas creencias, hasta hacer del yo reflexivo un esclavo de las apariencias y las opiniones que le son ajenas.
El instrumento para hacer frente a ese engaño no es otro que la educación, como ya se habrá intuido, pero entendiendo ésta no como un cúmulo de conocimientos que deben de adquirirse para “manejarse” adecuadamente en la sociedad en que vivimos, sino como una inmersión en los valores que en algún momento nos otorgarán la condición de ciudadanos libre pensantes, críticos y constructivos en la consecución de un fin heroico logrado con esfuerzo, ese fin al que Eugenio D’Ors entrañablemente llamará “tu obra bien hecha”.
Si aceptamos lo anterior, el final no pueden ser más que múltiples preguntas de las que escogemos solamente dos: ¿es lícito que en una sociedad moderna alguien tenga el monopolio de la educación?, ¿debe el Estado, como representante operativo máximo del grupo/masa, ser el único competente en la formación del los individuos?