Confieso que una de mis innumerables carencias intelectuales es la literatura extranjera; hay tanto y tan bueno que leer de nuestros autores patrios que, salvo excepciones, los foráneos han ido quedando marginados en un proceso del que, evidentemente, uno es el único perjudicado.
Una de esas excepciones la obró el regalo que un profesor catalán me hizo el último Sant Jordi. Se trata de la novela corta titulada “Una lectora nada común” (Editorial Anagrama), del inglés Alan Bennet. Para adivinar el argumento del que trata, basta leer el título y mirar la fotografía de la portada: una coronada reina Isabel II, asomada con mirada perspicaz por la ventanilla de la que debe ser su carroza real.
Bennet está, como autor y como actor, relacionado con el mundo del teatro y el cine, y eso se nota, sabe intercalar los diálogos necesarios en el lugar preciso, utilizando frases cortas que sujetan al lector a un relato fácil pero tremendamente imaginativo. Siempre me ha encantado esa sutil manera de tratar la que quizás sea la monarquía más fastuosa del mundo que tienen los británicos, tan llena de fina ironía pero sin traspasar nunca las barreras del debido respeto.
La trama tiene que ver con la metamorfosis que la lectura puede llegar a provocar, incluso en las mentes en apariencia más rígidas y acartonadas, y para ello nada mejor que valerse de la figura de la reina de Europa por excelencia.
Recomiendo esta pequeña novela que casi se digiere en una sentada porque, como siempre que de un buen libro se trata, bajo la trama de los personajes que en ella intervienen, el lector hallará un sentido mensaje acerca del poder liberatorio de la literatura. Gusto, como quien busca fósiles en los campos, de señalar en aquello que leo frases a mi entender especialmente acertadas o ingeniosamente escritas, y tratándose de un inglés no pueden ser otras que las que reflejen su sutil sentido del humor. Vayan las siguientes que el autor pone en tan regios labios: “Supongo que una de las pocas cosas que podemos decir es que hemos llegado a una edad en la que podemos morirnos sin que nadie se sorprenda”; “A los ochenta las cosas no suceden, se repiten”; “para ser reina el único equipamiento imprescindible es un par de botas que lleguen hasta los muslos”; y para finalizar, la aspiración de cualquier escritor: “Nunca he escrito un libro, pero espero -…- que trascienda mis propias circunstancias y que se sostenga solo”.
En fin, una novela especialmente recomendable por ejemplo, para una plácida tarde de domingo otoñal.
Una de esas excepciones la obró el regalo que un profesor catalán me hizo el último Sant Jordi. Se trata de la novela corta titulada “Una lectora nada común” (Editorial Anagrama), del inglés Alan Bennet. Para adivinar el argumento del que trata, basta leer el título y mirar la fotografía de la portada: una coronada reina Isabel II, asomada con mirada perspicaz por la ventanilla de la que debe ser su carroza real.
Bennet está, como autor y como actor, relacionado con el mundo del teatro y el cine, y eso se nota, sabe intercalar los diálogos necesarios en el lugar preciso, utilizando frases cortas que sujetan al lector a un relato fácil pero tremendamente imaginativo. Siempre me ha encantado esa sutil manera de tratar la que quizás sea la monarquía más fastuosa del mundo que tienen los británicos, tan llena de fina ironía pero sin traspasar nunca las barreras del debido respeto.
La trama tiene que ver con la metamorfosis que la lectura puede llegar a provocar, incluso en las mentes en apariencia más rígidas y acartonadas, y para ello nada mejor que valerse de la figura de la reina de Europa por excelencia.
Recomiendo esta pequeña novela que casi se digiere en una sentada porque, como siempre que de un buen libro se trata, bajo la trama de los personajes que en ella intervienen, el lector hallará un sentido mensaje acerca del poder liberatorio de la literatura. Gusto, como quien busca fósiles en los campos, de señalar en aquello que leo frases a mi entender especialmente acertadas o ingeniosamente escritas, y tratándose de un inglés no pueden ser otras que las que reflejen su sutil sentido del humor. Vayan las siguientes que el autor pone en tan regios labios: “Supongo que una de las pocas cosas que podemos decir es que hemos llegado a una edad en la que podemos morirnos sin que nadie se sorprenda”; “A los ochenta las cosas no suceden, se repiten”; “para ser reina el único equipamiento imprescindible es un par de botas que lleguen hasta los muslos”; y para finalizar, la aspiración de cualquier escritor: “Nunca he escrito un libro, pero espero -…- que trascienda mis propias circunstancias y que se sostenga solo”.
En fin, una novela especialmente recomendable por ejemplo, para una plácida tarde de domingo otoñal.