Hay temas que por su propia esencia producen vértigo, y sin
duda la existencia o no de un ser superior y primero del que todo emana es uno
de esos; quizás Dios es el tema por excelencia.
Evidentemente no me atrevo a dar ningún tipo de opinión propia al respecto,
pero os brindo la de otros por si a alguien, estos días precisamente de Semana
Santa, le apetece pensar un rato sobre ello.
Hace poco oí y leí, de forma casual y con pocos días de
diferencia, la misma frase pronunciada por dos eminentes pensadores desde
posiciones distintas; pero además me sorprendió, dado el clásico enfrentamiento
entre ciencia y religión, la opinión expresada en función de la procedencia
académica de cada uno de ellos, fundamentalmente por parte del científico.
El primero fue el filósofo Fernando Savater, agnóstico en lo
que a religión respecta, que en el transcurso de una conferencia de la que ya
comentamos algo días pasados, afirmaba que nada hay que demuestre la existencia
de Dios, ni tampoco nada que demuestre su no existencia. En el mismo sentido se
manifestaba en una entrevista publicada en El País Werner Arber, protestante y
darwiniano, Nobel de medicina y Catedrático de Microbiología Molecular, “La
ciencia no puede probar que Dios existe, pero tampoco puede demostrar que no
existe…Dios no se puede personificar, pero veo que la ciencia tiene sus límites
y hay un poder divino en la naturaleza que no puedo explicar”.
De forma más
ecléctica y en una curiosa relación entre la formación y la estructura del universo
con la del cerebro, se manifestaba otro científico, en este caso David Jou,
profesor de Física de la Universidad Autónoma de Barcelona, en otra entrevista
en el diario ABC: “Los físicos tenemos la impresión de que lo sabemos casi todo
del Universo y no nos damos cuenta de que dentro de nosotros hay otro “universo”
mucho más complejo”, “Se puede interpretar el Universo como un gran ordenador
del que podría emerger un gran pensamiento que interaccionara con el que ha
surgido en su interior. Religiosamente, no habría problema en imaginar un
pensamiento que podría ser el Logos del Evangelio de San Juan”.
Lo interesante de todo esto es comprobar cómo, a estas
alturas del progreso científico y después de dos mil años de teología
cristiana, afortunadamente aún no hemos llegado a ningún tipo de límite en el
pensamiento, las puertas siguen abiertas.