Hemos sabido esta semana que el Gobierno recurrirá ante el
Tribunal Constitucional la declaración soberanista aprobada por el Parlamento
Catalán; era lógico que así fuera, como también era de prever el menosprecio con
que los nacionalistas han respondido a lo que no es sino el mínimo exigible a cualquier
gobernante: que cumpla y haga cumplir las leyes.
Pero si todo ello era lo previsible en la gravedad que el
caso encierra, lo que desconcierta a estas alturas del proceso es la falta de
debate intelectual acerca de la existencia o negación, nada más ni nada menos,
que de la propia Nación española. Desde Cervantes o Quevedo, pasando por Feijoo
y Jovellanos, Larra o Menéndez Pelayo, hasta sumergirse en la Generación toda
del 98, “el problema de España”, ha sido una constante en la preocupación de
nuestros mejores pensadores, por eso ahora, cuando de forma más lacerante se
vive el desafío de los nacionalistas hasta ayer mismo moderados, e incluso los
sectores de nuestro socialismo alumbran dudas desconcertadoras acerca de lo
que somos (¡qué dirían al respecto Pablo Iglesias, Prieto o Besteiro si
pudieran!), desmoraliza ver la falta de opinión publicada de historiadores,
filósofos o creativos de cualquier campo al respecto.
Es cierto que el tiempo y el humor, a menudo el mal humor,
nos lo ocupan cuestiones económicas siempre grises o noticias sobre conductas
más que improcedentes que día sí día también copan los distintos informativos,
pero también lo es que necesitamos separar el grano de la paja, y que por muy
importantes que sean los problemas
coyunturales que desde luego hay que solucionar, no deberíamos perder la
perspectiva de lo que nos estamos jugando con el caso catalán: que España siga
adelante, con sus virtudes y sus defectos, con sus luces o con sus sombras, o
que la perdamos para siempre vencidos ante un argumento tan pueril como el Espanya ens roba, que esgrimen los
independentistas.
La cuestión de España no es de derechas ni de izquierdas, no
es de ideología de lo que aquí estamos hablando, es de sentimientos, de
historia, de planes compartidos para el mañana, de una porción trascendental en
la tarea civilizadora del pasado y del futuro, es una cuestión de afectos
compartidos entre personas o entre territorios del norte y del sur o del este o
del oeste; estamos hablando del alma de un pueblo, de nuestro pueblo, de
nuestra cultura, de nuestra mirada americana desde la ventana de Europa. ¿De
verdad que nada tienen que decir sobre todo ello nuestros intelectuales? Por
desgracia no hay en el Parlamento en estos momentos un Azaña y un Ortega y
Gasset capaces de elevar el debate al Olimpo de la trascendencia, pero ¿tampoco
los hay en nuestras universidades?, ¿entre nuestros escritores?, ¿entre los
que, siendo los mejor dotados, tiene la obligación de dar luz a nuestros pasos?
Era precisamente desde América a principios del siglo XX, cuando Rubén Darío se preguntaba por el futuro de la Hispanidad con palabras
que en estos momentos deberían ser auténticos aldabonazos a nuestra conciencia:
La América española, como la
España entera,
Fija está en el Oriente de su
fatal destino;
Yo interrogo a la esfinge que
el porvenir espera
Con la interrogación de tu
cuello divino,
……
¿Callaremos ahora para llorar
después?