Hay momentos en la vida a los que la perspectiva del tiempo
ofrece la cualificación de la singularidad. Momentos que saltan inesperadamente
en el tranquilo devenir de los días para convertirse en claves de lo que
sucederá en las siguientes décadas. Momentos cortos pero intensos, en los que
un pueblo camina por el mismo vértice del precipicio quizás sin plena
conciencia del peligro, pero de cuyos pasos dependerá un futuro colectivo
armónico o trágico.
Muestras de ellos las encontramos en casi todas las épocas y
en todas las naciones. Próximos a nosotros en el pasado siglo, dos evidentes: el
final de la II República y la guerra civil, una anormalidad histórica fruto de
una “ingente frivolidad” en opinión de Julián Marías; y la transición a la
democracia, “la reconquista de la libertad” para el mismo autor.
El ánimo, la disposición, el talante que adoptaron los
responsables políticos y sociales en cada uno de estos momentos fue decisivo en
el resultado final alcanzado, porque son ellos quienes al final catalizan los
movimientos de masas. En el primer caso demasiados dirigentes vieron en el
sistema de libertades republicano el instrumento adecuado para imponer a los
demás su propia idea, su particular concepción del mundo. En el segundo, la
mayoría prefirió renunciar a gran parte de sus objetivos con el fin de lograr
un “consenso” en pos de una sociedad en la que todos cupiésemos y nos
encontráramos cómodos.
Vivimos en la actualidad circunstancias tremendamente
difíciles, inimaginables hace solamente tres o cuatro años. Una crisis
económica sin parangón a las vividas anteriormente por las actuales
generaciones está reduciendo drásticamente el bienestar de la mayoría, dejando
al descubierto además algunos viejos demonios colectivos con los que no
contábamos: corrupción, despilfarro, pereza y codicia por parte de responsables
sociales pero también de amplias capas ciudadanas, etc. Además, y por si
faltaba algo, ávidos ante un Estado débil y con problemas, los nacionalismos
vasco y sobre todo catalán, intentan aprovechar el momento para, ni más ni
menos, romper en pedazos el marco político que desde hace más de cinco siglos
nos une a los españoles, en un ejercicio de deslealtad institucional pero
también ciudadana que sin duda tardaremos mucho en olvidar.
Ante ello cabe preguntarse, ¿en qué quedará todo esto dentro
de diez años?, o mejor, ¿cuál es la posición, el camino óptimo que deberíamos
seguir? De las experiencias anteriormente referidas sabemos que contar con
dirigentes que sean auténticos ejemplos de comportamiento, capaces de
trasladarnos a todos la necesidad de esforzarnos porque el futuro vale la pena;
que a pesar de nuestras diferencias ideológicas, todos hemos de convivir en un
clima de respeto y libertad; que las penurias actuales, lejos de servir de
ariete de unos contra otros, deben ser lecciones para no caer en el futuro en
errores que ahora nos parecen de bulto, pero que hasta hace bien poco a casi
nadie quitaban el sueño. Necesitamos urgentemente de esos modelos, queremos ver
que desde la izquierda y la derecha se alcanzan acuerdos más allá de engañosos
intereses partidistas, que la Nación tiene conciencia de sí misma y no está
dispuesta a que nadie nos complique aún más la vida con lo que no son sino
intereses de unas pequeñas élites dirigentes, habitualmente ayudadas por acólitos
siempre dispuestos a romperlo todo; que lo común, lo de todos, está por encima
de lo particular, pero también que nadie debe invocar ese interés general para
ocultar lo que no han sido más que privilegios de unas nuevas “clases muertas”,
subvencionadas, cómodas en el chupeteo contante de las ubres públicas a costa
del esfuerzo de la mayoría. Necesitamos en fin, de hombres y mujeres prudentes
y a la vez ilusionados, que sean además capaces de enfrentarnos a los españoles, uno a uno, a nuestra propia
responsabilidad individual en la tarea común que a todos nos concierne.
Pasados unos pocos años sabremos si por la acción de quienes
nos dirigen, pero también por la de todos y cada uno de nosotros, hemos
conseguido llegar a un estado armónico, ni más ni menos que el apropiado según
nuestras posibilidades, pero libre y democrático que todos podamos considerar
como propio, o si por el contrario nuestra falta de memoria histórica, nuestra
ira y la secular manía de culpar a los demás de todos los males, la creencia de
que solo tienen razón quienes piensan como nosotros, nos ha conducido a un
insoportable estado de desorden social, a la falta de libertad, a la tragedia.
Sin lugar a dudas estamos inmersos en uno de esos momentos
históricamente trascendentales,… y es la hora de los sensatos.