Definitivamente
hemos de convenir que hay libros reverenciales, libros que aún cerrados y
convenientemente ordenados en sus anaqueles, irradian un algo especial que nos
obligan a mirarlos con respeto y admiración, dignos casi de una discreta
inclinación de cabeza. Sin duda Vida y
destino cumple todas las condiciones para que pueda adjetivarse como
reverencial.
Vasili
Grossman (Berdíchev, 1905 – Moscú, 1964) escribió ésta novela sobre la II
Guerra Mundial en 1960 sufriendo inmediatamente la censura del régimen
soviético y, pese a su prestigio como escritor y periodista en los medios
intelectuales de la URSS, ganándose el ostracismo que le acompañaría hasta su muerte
cuatro años más tarde. Afortunadamente y
a partir de un manuscrito encontrado milagrosamente, una copia microfilmada pudo
travesar el sólido telón de acero y publicarse en la década de los ochenta. Los
avatares de la novela hasta su llegada al gran público dignifican más si cabe a
la obra.
Vida y destino tiene como fondo de
escenario la batalla de Stalingrado, focalizando especialmente los días, a
principios de 1943, previos y posteriores al quebramiento del bloqueo al que
las tropas alemanas tenían sometida la ciudad, pero no por ello es una novela
de guerra en sentido estricto del término, no es una novela que se detenga en
los detalles de las operaciones llevadas a cabo por los dos grandes ejércitos
en conflicto, es una novela de sentimientos, de pasiones y de sufrimientos
personales de quienes son actores de la tragedia pero humanizados hasta el más
recóndito de los extremos, es una novela de la vida de cada persona más allá del
destino en que se ve imbuido. Antes de marcharse para siempre la anciana
Aleksandra Vladímirovna decide visitar las ruinas de lo que fue su casa en
Stalingrado, “Y ahí estaba, una mujer
vieja ahora; vive esperando el bien, cree, teme el mal, llena de angustia por
los que viven y también por los que están muertos; ahí está, mirando las ruinas
de su casa, admirando el cielo de primavera sin saber lo que está admirando,
preguntándose por qué el futuro de los que ama es tan oscuro y sus vidas están
tan llenas de errores, sin darse cuenta de que precisamente esa confusión, esa
niebla y ese dolor aportan la respuesta, la claridad, la esperanza, sin darse
cuenta de que en lo más profundo de su alma ya conoce el significado de la vida
que le ha tocado vivir, a ella y a los suyos. Y aunque ninguno de ellos pueda
decir qué les espera, aunque sepan que en una época tan terrible el ser humano
no es forjador de su propia felicidad y que sólo el destino tiene el poder de
indultar y castigar, de ensalzar en la gloria o hundir en la miseria, de convertir
a un hombre en polvo de un campo penitenciario, sin embargo ni el destino ni la
historia ni la ira del Estado ni la gloria o la infamia de la batalla tienen
poder para transformar a los que llevan por nombre seres humanos. Fuera lo que
fuere lo que les deparará el futuro –la fama por su trabajo o la soledad, la
miseria o la desesperación, la muerte y la ejecución-, ellos vivirán como seres
humanos y morirán como seres humanos, y lo mismo para aquellos que ya han
muerto; y solo en eso consiste la victoria amarga y eterna del hombre sobre las
fuerzas grandiosas e inhumanas que hubo y habrá en el mundo”.
La
grandeza de la novela está precisamente ahí, en remarcar la condición de la vida
humana más allá de los infortunios que tan a menudo el destino tiene reservado
para cada cual, y lo hace en varios ambientes, de manera coral: en un Instituto
Científico soviético con una muestra de la fuerza que la adulación y la
traición tienen en un régimen dictatorial, donde la red de delaciones invisible
incluye a compañeros y amigos, y donde mediocridad y mezquindad van unidos indiferentes
a la clase social a la que cada cual pertenece. Lo hace con la sencillez
aterradora con que se relata la llegada de un tren cargado de judíos, muchos sin
conciencia de serlo solo unos meses antes, a un campo de exterminio nazi desde
un gueto improvisado en un barrio cualquiera de una ciudad cualquiera, bajo la
mirada amenazadora o indiferente de quienes habían sido sus vecinos de toda la
vida, bajo la luz negra del miedo paralizador, “Y sin avergonzarse ya de aquel sentimiento maternal que había nacido en
ella, Sofia Ósipovna, una mujer soltera, cogió entre sus grandes manos de
trabajadora la cara delgada de David. Era como si hubiera tomado entre sus
manos sus ojos cálidos, y los besó. –Sí, si niño –dijo-. Hemos llegado a los
baños.”, y todo ante un Jefe de Campo normal, con una familia normal,
conducido por el destino al crimen, aún quizás sin quererlo.
Si,
la novela va de guerra, pero para resaltar las miserias que esa guerra causa en
las relaciones humanas entre amigos y vecinos de siempre; va de guerra, pero
para estremecer con la sordidez de la rutina en los enterramientos de un
hospital; va de guerra, pero para apuntar al desencanto hacia la revolución
comunista expresados por un viejo bolchevique de primera hora a un discípulo
que no quiere oírlo, que no quiere creerlo, los dos encerrados en un campo de
trabajo ruso, purificando por decisión imperativa del poder ese sentimiento
revolucionario; va de guerra pero para poner de manifiesto los miles y miles de
muertos de la retaguardia, a manos de sus respectivos visionarios llamados
Hitler o Stalin, dependiendo de la cara de la moneda que se mire.
Harían
falta muchas páginas para intentar un pequeño resumen de Vida y destino, pero aún así no habría manera de transmitir la
melancolía, el dramatismo, también el amor y hasta la ilusión que debajo de la agonía de los hambrientos, de los heridos, de los presos, e
incluso de los muertos, es capaz de sobrevivir. “Con una fuerza brutal que le sacudió el alma, percibió toda su vida:
sus hijas, su desdichado hijo, su nieto Seriozha, las pérdidas irreparables y
su cabeza gris, sin un techo. Una mujer débil, enferma, con el abrigo raído y
los zapatos destaconados miraba las ruinas de su casa. ¿Qué le deparaba el
futuro? A sus setenta años, era una incógnita. “Queda vida por delante”, pensó
Aleksandra Vladímirovna. ¿Qué sería de aquellos a quienes amaba? No lo sabía.
Un cielo primaveral la miraba a través de las ventanas vacías de su casa.”
Vida
y destino no es una novela fácil, sus mil cien páginas y la multitud de
personajes con nombres rusos o alemanes hacen imprescindible cierto sosiego en
su lectura, el lápiz y las notas a pie de página. Pero es un esfuerzo que vale
la pena porque tras Vida y destino
algo parece como que te ha cambiado.