domingo, 7 de agosto de 2016

Un tranvía pintado de azulete

Las librerías de viejo, o las que ofrecen libros nuevos pero con la condición de presentar el suficiente desorden en sus anaqueles, siempre encierran cierto halo de misterio y esperanza por el hallazgo de un tesoro escondido. Seguro que muchos compartimos el placer de las horas muertas en busca de hojas indefinidas, hojas que durante años habrán estado pacientemente esperando bajo el polvo y la indiferencia a que las recatemos para la nueva vida y los ojos nuevos. Sin duda unas de esas librerías son las cuatro de Paris-Valencia que con la paciencia del hombre sabio nos esperan en algunos de los lugares más sugerentes del Cap i Casal. El ritual siempre es el mismo: no buscar nada en concreto, y como equipaje cuatro duros en el bolsillo y un poco de tiempo para gozar, todo un lujo al alcance de cualquiera.   

Hace unos días, entré en la de la Gran Vía y apuré la hora de cierre eligiendo media docena de libros de bolsillo para las tardes de lo que queda de verano. Allí estaba Manuel Vicent y su Tranvía a la Malvarrosa. No había leído nada de él que no fueran algunas de sus columnas en El País, y no sé porqué cada vez que lo escuchaba me había dejado una mala impresión de prepotencia intelectual que se me hacía antipática. Después de tener entre las manos cuatro o cinco libros suyos la prudencia me llevó a coger solo el más conocido, a modo de prueba y tanteo.

Tranvía a la Malvarrosa es un libro de tránsito, parece que autobiográfico, de la niñez a la juventud del autor, un relato iniciático, un camino de perfección en cuyas cunetas van quedando las ideas impuestas, los proyectos que otros tienen sobre la vida de uno mismo al tiempo del rompimiento de la crisálida, de los pasos inciertos y azarosos de los primeros andares desde el resbaladizo barro de la adolescencia hasta las baldosas firmes, o no, que pisaremos durante el resto de nuestros días. Un camino a través de los sentidos abiertos de par en par al nuevo aire que llega desde los naranjos en flor de la huerta, para unirse al fino olor del incienso del Patriarca o al hedor de las alcantarillas del barrio de chino; un camino en fin, que desemboca en un nuevo mundo de los sentidos, de los nuevos credos: la exuberante primavera de los veinte años, aromatizada con el olor a brea sobre las arenas del Mediterráneo.

Vicent escribe sencillo, con la mentalidad del adolescente por momentos inseguro y siempre enamorado de una niña de sus ojos entre real e imaginada, como la que todos hemos llevado dentro de nuestra mochila de adolescentes, solo que aquella subida sobre el pescante de un tranvía en dirección al balneario color azulete de la Marvarrosa. Vicent nos enseña a sus compañeros de viaje, entrañables todos, hasta la descuartizadora Pilar Prades: la fugitiva Marisa, al fiscal Chamorro, a la China y a la Catalina, putas y amigas, el padre España y sobre todo Vicentico el Bola, especialista en tugurios y preceptor del primer desfloramiento de la castidad y la candidez.

La música la ponen desde el gramófono Machín o Pedro Vargas, o desde lo alto del escenario Angelita Corbí, Pedrito Rico, Rafael el Titi o Rosita Amores. A quienes tuvimos la extraordinaria suerte de pasear, aunque fuese unos años después, por Ruzafa o por el Cabanyal, tomarnos un vino con gaseosa en la Marcelina o un café en Barrachina, nos suena todo tan lejos, y a la vez tan cerca….

Háganme caso, no dejen pasar el verano sin haber leído Tranvía a la Malvarrosa