Las librerías de viejo, o las que ofrecen libros nuevos pero
con la condición de presentar el suficiente desorden en sus anaqueles, siempre
encierran cierto halo de misterio y esperanza por el hallazgo de un tesoro
escondido. Seguro que muchos compartimos el placer de las horas muertas en
busca de hojas indefinidas, hojas que durante años habrán estado pacientemente
esperando bajo el polvo y la indiferencia a que las recatemos para la nueva
vida y los ojos nuevos. Sin duda unas de esas librerías son las cuatro de
Paris-Valencia que con la paciencia del hombre sabio nos esperan en algunos de
los lugares más sugerentes del Cap i
Casal. El ritual siempre es el mismo: no buscar nada en concreto, y como
equipaje cuatro duros en el bolsillo y un poco de tiempo para gozar, todo un
lujo al alcance de cualquiera.
Hace unos días, entré en la de la Gran Vía y apuré la hora
de cierre eligiendo media docena de libros de bolsillo para las tardes de lo
que queda de verano. Allí estaba Manuel Vicent y su Tranvía a la Malvarrosa. No había leído nada de él que no fueran
algunas de sus columnas en El País, y no sé porqué cada vez que lo
escuchaba me había dejado una mala impresión de prepotencia intelectual que se
me hacía antipática. Después de tener entre las manos cuatro o cinco libros
suyos la prudencia me llevó a coger solo el más conocido, a modo de prueba y
tanteo.
Tranvía a la
Malvarrosa es un libro de tránsito, parece que autobiográfico, de la niñez
a la juventud del autor, un relato iniciático, un camino de perfección en cuyas
cunetas van quedando las ideas impuestas, los proyectos que otros tienen sobre la
vida de uno mismo al tiempo del rompimiento de la crisálida, de los pasos
inciertos y azarosos de los primeros andares desde el resbaladizo barro de la
adolescencia hasta las baldosas firmes, o no, que pisaremos durante el resto de
nuestros días. Un camino a través de los sentidos abiertos de par en par al
nuevo aire que llega desde los naranjos en flor de la huerta, para unirse al
fino olor del incienso del Patriarca o al hedor de las alcantarillas del barrio
de chino; un camino en fin, que desemboca en un nuevo mundo de los sentidos, de
los nuevos credos: la exuberante primavera de los veinte años, aromatizada con
el olor a brea sobre las arenas del Mediterráneo.
Vicent escribe sencillo, con la mentalidad del adolescente
por momentos inseguro y siempre enamorado de una niña de sus ojos entre real e imaginada, como la que todos hemos llevado dentro de nuestra mochila de
adolescentes, solo que aquella subida sobre el pescante de un tranvía en
dirección al balneario color azulete de la Marvarrosa. Vicent nos enseña a sus
compañeros de viaje, entrañables todos, hasta la descuartizadora Pilar Prades: la fugitiva Marisa, al fiscal Chamorro, a la China y a la Catalina, putas y
amigas, el padre España y sobre todo Vicentico el Bola, especialista en
tugurios y preceptor del primer desfloramiento de la castidad y la candidez.
La música la ponen desde el gramófono Machín o Pedro Vargas, o desde lo alto del escenario Angelita Corbí, Pedrito Rico, Rafael el Titi o Rosita Amores. A
quienes tuvimos la extraordinaria suerte de pasear, aunque fuese unos años después,
por Ruzafa o por el Cabanyal, tomarnos un vino con gaseosa en la Marcelina o un
café en Barrachina, nos suena todo tan lejos, y a la vez tan cerca….
Háganme caso, no dejen pasar el verano sin haber leído Tranvía a la Malvarrosa.