En un país democrático las sentencias se cumplen, si, pero
con todo el derecho del mundo los ciudadanos libres que formamos y trabajamos
por ese país, podemos decir en alta voz que hay fallos que no nos gustan, que nos
insultan y nos humillan.
La pasada semana el Tribunal de Derechos Humanos de
Estrasburgo hizo pública la sentencia que tumbaba la conocida “doctrina Parot”, en virtud de la cual
los Tribunales de Justicia españoles dictaminaron repetidamente que los beneficios
penitenciarios había que aplicarlos delito a delito, de manera que en caso de
acumulación de ellos, por ejemplo si se habían producido varios asesinatos, violaciones
u otras faltas graves, debía considerarse la pena acumulada, de manera que pudiesen
cumplirse los treinta años de prisión máximos que establece nuestra
legislación. Hacerlo de otra forma significa que al final igual da cometer un
crimen que veinticuatro, como es el caso de la etarra Inés del Rio, condenada a
58 años por el asesinato del coronel Vicente Romero, su chofer y un policía; a
2.232 años por la muerte de doce guardias civiles en la plaza de República
Dominicana de Madrid; a 87 años por el asesinato del comandante Ynestrillas, el
teniente coronel Vesteiro y el soldado Casillas Martí; y a 378 años por la
muerte de otro cinco guardias civiles en la calle Juan Bravo de la capital de
España.
Si las sentencias de los Tribunales son la expresión final
del cuerpo legislativo que el pueblo se ha dado a través de sus legisladores,
es exigible que esos dictámenes sean fieles al espíritu de ese Corpus Iuris, al motivo por el que se
crearon las distintas leyes y al problema que con cada una de ellas se pretendía
solucionar. Sentenciar a favor de los derechos humanos de criminales o
violadores sin atender a que los primeros derechos son los de las víctimas que
sin ningún motivo sufrieron la acción de aquellos, es traicionar el espíritu de
la ley, por impecable que sea la arquitectura procesal que se utilice.
Siempre he tenido la sensación de que la nuestra es una
sociedad laxa en la exigencia del
cumplimiento de las leyes, de no ser así posiblemente no hubiéramos llegado
nunca a la situación de deterioro político, económico y moral que ahora
atravesamos. No saber controlar esa actitud, sin duda alguna guiada en muchos
casos por una sincera buena fe, nos aboca a caer en un buenismo inconsciente y simplista que lejos de solucionar los problemas,
los aplaza y los engorda. Todos queremos el final del terrorismo, todos que los
culpables se rediman e incorporen en algún momento a la sociedad, pero cuando
ninguno de ellos, repito, ninguno de ellos, ha mostrado el menor signo de arrepentimiento
por el mal causado, ser buenistas
como lo ha sido el tribunal europeo no solo es un insulto a las víctimas y a la
ciudadanía en general, sino que es dar fuerzas a través de la complacencia a
unas organizaciones criminales que se ven vencedoras frente a una sociedad aletargada
y decaída.
Son muchos golpes los que los españoles estamos sufriendo de
un tiempo a esta parte por causas diferentes pero con un final que siempre golpea
en la misma mejilla. Va siendo hora que decir basta, de alzar las voces y unir
las manos, de volver a creer en nosotros mismos, de regenerar élites y
conductas, de creernos nuestro papel y enfrentarnos a nuestra responsabilidad.