Si buscásemos un personaje que de forma más mimética encarnase el sentimiento y la trayectoria de la II República Española, posiblemente lo encontraríamos en Manuel Azaña; nadie mejor que él personifica, a nuestro modo de ver, las virtudes y los defectos de un régimen tan singular como aquel, implantado, recordémoslo, sin un referéndum que lo sustentase pero tampoco con una revolución que lo impusiese, sino a través de una proclamación pacífica ampliamente asumida, de manera fulgurante, tras unas elecciones municipales, las del 12 de abril de 1931, en las que a excepción de las grandes ciudades, resultaron vencedores los partidos monárquicos. Una serie de circunstancias que no podemos dejar de considerar en buena parte aleatorias, entre las que destaca el amplio sentimiento antidictatorial contra el primoriverismo que arrastraría a Alfonso XIII, o la propia abulia de los sectores monárquicos, propiciaron la llegada del nuevo sistema, tan lleno de ilusiones como falto de auténticos demócratas que lo sustentasen, como por desgracia no tardaría en evidenciarse. Pues bien, entre esos demócratas, con apellido de liberal de izquierdas, estaba Manual Azaña, ascendido a la categoría de mito con la misma rapidez en que cayó al ostracismo más absoluto al final del periodo, sin ningún poder de influencia real durante los años de la Guerra Civil pese a su condición de Presidente de la República.
Azaña, un intelectual comprometido con la política, había comenzado su carrera en el Partido Reformista del que desertó al republicanismo en 1923, por una firme oposición a la dictadura del Primo de Rivera. Liberal jacobino, firme defensor de la fuerza del Estado como mecanismo de cambio social, de él dirá Santos Juliá, el último y quizás mejor de sus biógrafos, que disponía de la “agudeza para discernir los problemas centrales de una época sin perder de vista la complejidad de su entramado”, algo que sin embargo no evitaría los errores en su gestión política, fundamentalmente, como señala Stanley G. Payne, al “afirmar que el constitucionalismo republicano debía interpretarse no como unas reglas fijas con resultados inciertos, sino como una serie de normas partidistas que garantizaran los resultados de antemano”, lo que se demuestra por ejemplo en sus intentos de convencer a Alcalá-Zamora para que no se aceptasen los resultados las elecciones de noviembre de 1933 en que resultaron ganadoras las derechas. Una visión radical sobre el funcionamiento de la República que llevará al político antifascista italiano Aldo Garasci a afirmar que “Azaña llevó a su obra de reforma política el ímpetu y la intransigencia de un moralista republicano”. En esta misma línea Josep Pla escribe en una crónica parlamentaria aparecida en La Veu de Catalunya el 14 de enero de 1933, que Azaña encarna, más “que cualquier otro político, el sentido totalitario de la revolución republicana triunfante”, un sentido totalitario que según Pla lo mitifica como personaje político ante amplios sectores sociales en los primeros años de la Republica, a caballo del sentimiento antimilitarista y anticlerical, pero que le hará descuidar en su gestión de gobierno el problema del orden público, auténtico talón de Aquiles de la época, arrastrado además por los sectores más revolucionarios de las izquierdas, para quienes la República nunca será un fin en si mismo sino un instrumento para la revolución, entendida por cada cual de distinta manera.
Abatido y con una autoridad menguante a partir del triunfo del Frente Popular en febrero de 1936, querrá incluso abandonar sus responsabilidades tras los sucesos del 22 de agosto de 1936 en la cárcel Modelo madrileña, cuando asistió impotente y dolorido incluso al asesinato de Melquiades Álvarez, su antiguo jefe en el Partido Reformista. Tras duros enfrentamientos con Negrin, vivirá la guerra apartado de los centros de decisión.
Pero como queremos hacer ver, la importancia política e intelectual de Manuel Azaña fue siempre fundamental, importancia que lleva incluso a Hugh Thomas a acabar su esplendida obra La Guerra Civil Española (1976) citándole, y lo hace de manera pedagógica, evocando lo que a su entender debería ser el futuro de la nación tras la muerte de Franco: “un día llegará la libertad –dice Thomas-, y cuando llegue, por fin los españoles harán caso de Azaña que, con todo su egocentrismo, su sectarismo y su pesimismo, llegó, pasando de la desesperación, a la magnanimidad, y la sabiduría que no había alcanzado cuando detentaba el poder, y que, en plena guerra civil, terminó un discurso diciendo: ”Es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordarán, si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón”. Se refiere Thomas al último de sus discursos de guerra, pronunciado en el Ayuntamiento de Barcelona, el 18 de julio de 1938 ante Negrin, Martínez Barrios y Companys.
Sirva la introducción como intento de contextualizar La velada en Benicarló, escrita en 1937 en una Barcelona sacudida además de por la guerra general, por la mantenida entre comunistas y anarquistas en los trágicos sucesos de mayo de ese año, días en los que su propia vida llegó a correr peligro. Enfrentado a la realidad de los acontecimientos, la guerra será para Azaña un hecho desgarrador, un drama especialmente doloroso al observarlo tanto desde sus principios intelectuales como desde su indeleble posición patriótica. Siempre apelará a lograr la paz mediante el acuerdo entre las partes como única alternativa a un final del que se sabe derrotado, pero no ya intuyendo la derrota de una de esas partes, sino de la totalidad de España. La velada es así, el mejor testamento político de su autor; como él mismo dice “No es el fruto de un arrebato fatídico. No era un vaticinio. Es una demostración”, una especie de justificación ante la historia, no forzada, entendemos, por un falso ánimo de quedar bien ante las futuras generaciones, sino de auténtica sinceridad personal, como una confesión del que se sabe pronto a abandonar las tierras que tanto amó.
La obra se desarrolla en un albergue de Benicarló donde diez hombres y una mujer descansan de su viaje. Cada uno de esos personajes representa una “corriente de opinión” de las existentes en el bando republicano respecto al conflicto, con la particularidad de que solo están presentes, como señala Manuel Aragón en su Estudio preliminar, aquellos que según el autor tienen una visión “racionalista” de los hechos, lo que excluye a “los anarquistas, por su negación del Estado en sí (objetivación de la razón política, para Azaña), y los nacionalistas (catalanes o vascos), por su ataque al Estado español en particular, no son capaces de mantener un diálogo sereno, piensa Azaña”.
Aunque en sus palabras preliminares el propio Azaña insiste en que no deben buscarse caras conocidas tras los distintos personajes, no es difícil entender en ellos las posiciones que representaron por ejemplo Negrín, Osorio y Gallardo, Indalecio Prieto, Julián Besteiro o Largo Caballero, además naturalmente de las del autor, en este caso tras las voces del abogado Claudio Marón y del escritor Elíseo Morales.
Si a grandes rasgos intentásemos dividir la trama argumental de la obra, y esto con extrema prudencia, encontraríamos al menos dos bloques. Por una parte la queja constante sobre como el bando republicano estaba conduciendo la guerra, con falta de mandos profesionales y exceso de políticos mediocres (comisarios políticos) que finalmente mandaban más que aquellos; el falso razonamiento usado para la implantación de la revolución al tiempo que se peleaba; la condena de la indisciplina, la anarquía y el desorden dentro del Frente Popular; la inacción del gobierno nacionalista de Catalunya, al que no duda en calificar como la “más poderosa rémora de nuestra acción militar”; o la falta de un sistema de convenciones entre los distintos sectores sociales capaces de consolidar una República exenta de extremismos.
Pero junto a éstas, las tesis de La velada en Benicarló trascienden el momento concreto en que son escritas, brindándonos impagables reflexiones sobre el papel de la guerra civil como trágico apéndice del siglo XIX español; la temporalidad del poder limitada a la medida del hombre; la importancia de la moderación y la cordura en el ejercicio político, junto con la inocuidad de la violencia para imponer cambios sociales perdurables; o la necesidad de un interés nacional permanente, más allá del momento temporal en que cada uno habite la nación. La falta en fin, de un auténtico patriotismo integrador.
Tras su lectura, uno no puede sino sentirse impresionado por la templanza con la que está escrita, habida cuenta de los momentos que el propio autor estaba viviendo. Sin duda La velada en Benicarló no solamente es un excelente testimonio de una de las épocas más importantes de nuestra historia reciente, escrita por quien destaca entre sus principales protagonistas, es además una auténtica joya literaria digna de los mejores elogios.